No es lo mismo... (Solemnidad de la Trinidad)
“La Trinidad”, así expresada, fríamente, es una de esas verdades que parece que aprendemos porque forman parte del núcleo de nuestra fe, pero cuyo sentido y cuya vinculación con nuestra vida no extraemos lo suficientemente. Y es una pena, porque bajo esa afirmación –“creemos en un solo Dios que es tres personas, Padre, Hijo y Espíritu Santo”- no sólo se recoge lo más peculiar del cristianismo sino la fuente de todas las demás afirmaciones que conforman nuestro credo. Por ello, nos preguntamos hoy qué puede tener que ver este misterio con nuestra vida, qué nos dice de nosotros y en qué manera algo tan abstracto conlleva, en realidad, repercusiones concretas.
No es lo mismo estar creados a imagen y semejanza de un Dios solitario -como puede ser el Dios de otras religiones o incluso de algunas filosofías- que estar creados, como afirmamos en nuestra fe siguiendo el libro del Génesis, a imagen y semejanza de un Dios Trinidad. ¿Cómo cambia esto las cosas? En varios aspectos.
En primer lugar, al igual que decimos que este Dios Trinidad no es un Dios solitario, sino la comunión de las Tres Personas Divinas, cada uno de nosotros y nosotras no puede tampoco concebirse a sí mismo como un ser aislado. Como decía el poeta inglés John Donne, “ningún hombre es una isla”. Estamos llamados a encontrar nuestra identidad en el diálogo, la reciprocidad, la donación, la recepción, la salida de nosotros mismos hacia el don que el otro es. Sabremos quién somos y nos realizaremos plenamente como personas sólo si no nos encerramos sobre nuestro propio ombligo, sino que nos abrimos a y en la relación con el otro. Precisamente la palabra “relación” es un término clave para penetrar y sondear los abismos del misterio trinitario. Así también para el misterio que el hombre es para sí mismo.
En segundo lugar, y recogiendo una larga tradición teológica que el mismo Santo Tomás de Aquino consolida, podemos encontrar una analogía (una comparación) entre las personas del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, y nuestra interioridad e identidad. En ese sentido, cada persona somos una unidad profundamente articulada como memoria, entendimiento y voluntad. Por decirlo más claro: somos lo que recordamos de nosotros y la vida (Memoria, relacionada con el Padre), somos deseo de saber y saber mismo en la palabra que brota en nuestra mente (Entendimiento, Verbo, Logos… que son expresión del Hijo, el Verbo eterno), y somos querer, deseo, anhelo, capacidad de acción, amor (Voluntad, relacionada con el Espíritu Santo). Y esos tres elementos están tan unidos en nosotros que, si quitamos uno, se cae el resto. Nuestra personalidad equilibrada es el fruto del equilibrio de estos tres elementos. Y en ello vieron muchos teólogos una huella de la Trinidad en el ser humano. Por ejemplo: por más que conozcamos, si no tenemos amor, nada somos. Y, a la vez, un deseo desbocado, febril, irrefrenable, no guiado por el entendimiento y la razón, nos destrozaría como personas.
En tercer lugar, saber que Dios Trinidad es una comunidad en la que cada una de las personas (Padre, Hijo, Espíritu) cumple una función propia y específica y que esa peculiaridad personal lejos de debilitar la unidad lo que hace es fortalecerla, nos habla de un modelo de sociedad, de familia, de iglesia. Es, en definitiva, una llamada a trabajar por la unidad en y por el respeto -¡qué decimos respeto: acogida y gratitud!- del don del otro, el don que el otro es y que el otro supone para mí y para el “nosotros”. Se trata de una unidad que cuida las diferencias porque ellas le son consustanciales. Y, a la vez, una manera de realizar nuestras peculiaridades y diferencias que las haga contribuir en orden a una unidad profundamente bella. Misteriosamente bella. Tan bella que, por ello y en ello, es imagen de un Misterio, el más hermoso, profundo e inagotable de los misterios de nuestra fe.