NO LLORES… Y ALGO MÁS (X domingo T.O ciclo C)

Fr. Martín Gelabert Ballester
Fr. Martín Gelabert Ballester
Convento de San Vicente Ferrer, Valencia


El profeta Elías se hospedaba en casa de una viuda. De pronto el hijo de la viuda cayó enfermo. La viuda sospechó que quizás esta enfermedad era el castigo que Dios le enviaba por sus pecados. Y acusó al profeta, al hombre de Dios, de haber traído la desgracia a su casa. Elías, interpelado por la viuda y como justo reconocimiento a la hospitalidad recibida, invocó a su Dios “castigador”. El Señor escuchó su súplica. El niño sanó.

Jesús se encontró con otra viuda que también estaba a punto de perder a su hijo. Esta viuda no reprocha nada a Dios, ni conoce a Jesús. Por tanto, nada le pide. Jesús, por propia iniciativa, o mejor, dicho, movido por la misericordia que era la constante de su vida, “sintió lastima”, se acercó a la viuda y la consoló. Le dijo: “no llores”. Jesús es el mensajero de un Dios que se conmueve ante el sufrimiento del ser humano. A este Dios no le interesa demasiado el motivo del sufrimiento y mucho menos si el que sufre es el culpable de su sufrimiento. Lo importante no es si es inocente o culpable. Lo importante es que sufre. Y Dios le quiere feliz.

Pero para que la compasión sea auténtica y para que el ser humano pueda entrar en el camino de la felicidad, no bastan las palabras, por muy compasivas y comprensivas que sean. Se necesita algo más que palabras. Al menos, dar la mano. O un abrazo. Es importante sentir la cercanía del que quiere consolar. Pero hay que ir más allá: en la medida de lo posible hay que ayudar, remediar la situación que provoca aflicción. Ante el sufrimiento no hay que buscar explicaciones; hay que tomar partido a favor del que sufre y en contra del sufrimiento. Así se comprende que Jesús, después de consolar a la viuda, se acercó al ataúd en el que estaba el muchacho, lo incorporó y se lo entregó sano a su madre.

No haríamos una buena lectura de este relato si sólo nos planteásemos la pregunta por la gravedad de la dolencia del muchacho o por si estaba muerto definitiva o sólo clínicamente. Probablemente, si hay un trasfondo histórico, el joven sólo debía estar muerto clínicamente, aunque eso es lo de menos. Con todo, si la muerte es la entrada en el mundo definitivo, sería muy extraño que Dios sacase de allí a alguien: porque si está condenado, la teología dice que del infierno nunca se sale; y si está salvado, sacarle del cielo, hogar y patria feliz, y exponerle de nuevo a las contingencias de la tierra, e incluso a la posibilidad de negar a Dios y condenarse, sería hacerle una mala jugada.

Pero, como digo, este asunto del tipo de muerte es secundario. Y quedarse ahí es buscar un Dios milagrero, que sólo produce admiración, pero no compromete ni cambia la vida. El Dios de Jesús es el que mueve a su profeta a tomar la iniciativa ante toda dolencia, a acercarse al que sufre, a decir palabras de consuelo y a realizar obras de vida, para de esta forma levantar a los tristes y devolver la esperanza a los oprimidos. Si nosotros nos adherimos a este Dios que en Jesús se revela, y nos disponemos a seguir a Jesús para encontrarnos con ese Dios, nuestra vida estará movida por la misericordia, una misericordia que nos moverá no sólo a consolar al triste, sino también a dar de comer al hambriento, vestir al desnudo, levantar al deprimido y suscitar vida allí donde haya muerte.

Todo está muy relacionado. Porque consolar al triste es darle de comer, facilitarle una buena posada, curarle de su enfermedad y hacer posible aquellas condiciones que permiten vivir con alegría y esperanza.