Se transfiguró delante de ellos - II Domingo de Cuaresma
En este segundo domingo de cuaresma la Iglesia nos propone en el Evangelio el pasaje de la Transfiguración del Señor. Marcos nos presenta a Jesús que sube a lo alto de una montaña acompañado de Pedro, Santiago y Juan. Lo alto del monte es lugar propicio para la oración y para el encuentro con Dios. En lo alto fue el sacrificio de Abrahán (cf. Gn 22), Dios hizo su Alianza con Moisés (cf. Ex 19-24), Elías descubrió al Señor en la suave brisa (cf. 1Re 19) y el Padre presentará a Jesús como el “Hijo amado” (cf. Mc 9,7).
En medio de la intimidad de la oración ocurre la transfiguración de la cual Pedro, Santiago y Juan tienen la oportunidad de ser testigos. El Hijo transmite la luz del Padre. Una luz que nos deslumbra que, por momentos, nos puede imposibilitar ver pero que nos permite escuchar. Escuchar al Hijo que ahora habla con Moisés y Elías. Escuchar el dialogo de la Ley (Moisés) y los profetas (Elías) con Jesús que trae la nueva Ley, la ley del amor. Y es que Ley y profetismo solo tienen sentido cuando se viven a la luz de Jesús, a la luz del amor de Dios. Por eso al final solo quedará Jesús, porque la Ley sin amor es tiránica, coarta la libertad y mata y el profetismo sin amor es una simple denuncia que no lleva a Dios. ¿Qué hacer entonces con la Ley y nuestra propia misión de ser profetas? La respuesta la da el Padre que nos dice “Éste es mi Hijo amado; escuchadlo”.
Es que escuchar a Jesús es escuchar a la Verdad que nos habla directo al corazón. Es descubrir el camino que nos lleva a la Vida. Porque puede que la complejidad de la misión nos asuste como a los discípulos. Puede que el miedo a avanzar y a asumir las consecuencias del camino de la cruz nos paralice y por ello pidamos, como Pedro, hacer “tres tiendas” y quedarnos en lo aparentemente bueno sin enfrentar la realidad. Pero al final el contacto con Jesús, escuchar y hacer vida sus palabras es lo que nos libera y nos permite seguirle.
Subir a lo alto del monte, tener momentos de intimidad con Dios, adentrarnos en el misterio de Cristo no es desconectarnos de la realidad ni huir del mundo. Subir a la montaña es prepararnos para presentar al Señor nuestros anhelos y preocupaciones, nuestra vida y nuestro mundo. Solo así podremos escuchar lo que Él nos tiene que decir para luego, al bajar de la montaña y regresar a nuestra vida diaria, seguir transformándonos en el camino del amor. Solo así cobra sentido el seguimiento y el cumplimiento de la ley, en virtud del amor que Dios nos tiene y el que nosotros le tenemos a Él. Solo así podemos ser verdaderos profetas: rumiando en el corazón la Palabra escuchada, interiorizándola, asumiéndola y haciéndola nuestro proyecto de vida y misión.