Un Cristo por el que vale la pena morir (Domingo III TO ciclo B)

Asier Solana
Asier Solana
Madrid
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   La primera lectura nos lleva hasta la ciudad de Nínive, donde Jonás predicó y quienes estaban allí creyeron a Dios, salvándose. Tiempo después, la ciudad sería durante 2.000 años uno de los lugares más florecientes del cristianismo en Mesopotamia: hasta ahora. Ya no queda ni un cristiano en esa ciudad; todos están muertos o huidos. Su delito no ha sido otro que el mismo que les salvó ante Jonás: creer en Dios. Pero ahora quien ha llegado a esa ciudad no es un profeta, como en el relato que nos presenta el Antiguo Testamento. Quienes han llegado han sido los fanáticos del Estado Islámico que a fuerza de kalashnikov han impuesto la creencia en su dios.

   No puedo menos que preguntarme si volverán los cristianos a Nínive. Y si vuelven, cuándo será. Mucho más duro, me pregunto cuántos habrán sido martirizados por mantener su fe. En una reciente crónica de un periódico, un seminarista de esta ciudad decía que esperaba, dentro de dos años, ordenarse allí. Rezo porque el señor lo escuche.

  Las cifras de los cristianos en Irak son dramáticas. Hace unos años eran un millón, hace un año eran cien mil y hoy... quién sabe. Hechos como estos nos ponen ante la cuestión fundamental: “¿Merece la pena?”. La respuesta la encontramos en el mismo hecho lleno de injusticia que nos suscita el interrogante. ¿De qué lado está Dios, del que mata en su nombre o del que muere por fidelidad a Él? En estos momentos es cuando más tenemos que agarrarnos a la fe de que hay un Reino más allá, de que ese Reino vendrá, y que será para los que han dado un testimonio de amor. En la teoría es muy fácil defenderlo. En la práctica, situaciones de tal sufrimiento e injusticia nos hacen tambalear.

  El Evangelio nos muestra la llamada de cuatro de los discípulos; cuatro pescadores. A Simón y a Andrés les dice unas enigmáticas palabras, les promete que les hará pescadores de hombres. Es de suponer que no sabían muy bien qué significaba todo ello, y que si lo supieran, no habrían dejado las redes con tanta ligereza. Poco importaba, porque lo descubrirían más tarde y después vendrían las dudas. Como las dudas le asaltaron a Simón Pedro al negar tres veces al mismo que le había llamado.

  Pero lo cierto es que los cuatro comenzaron ese camino con muy pocas seguridades y mucha fe. La experiencia no se diferencia mucho de la que todo cristiano vive: en algún momento de su vida, Jesús pide a cada uno que le sigan y les promete algo un poco enigmático: “el Reino de Dios”. El camino está lleno de sorpresas e incertidumbres, y de él sólo sabemos el final: ese reino. Por eso merece la pena ponerse en marcha, porque pase lo que pase, la meta final es la promesa del amor definitivo. Sólo con esa convicción, tan necesaria como irracional, se puede entender que haya cristianos capaces no de matar, sino de morir por fe. Como les pasaría, precisamente, a esos pescadores que un día dejaron su vida cómoda a orillas del lago Galilea.