"Vino a los suyos y no le recibieron" - XIV Domingo TO
En las lecturas que nos presenta la liturgia este domingo XIV del Tiempo Ordinario podemos ver que en la condición humana siempre se va repitiendo la misma actitud a lo largo de la historia. En este caso, la actitud es de cerrarse en uno mismo y no intentar dar un paso ante el Misterio que nos presenta la figura de Jesús. Misterio porque en la persona de Jesús se dan dos rasgos fundamentales de la fe católica: es Dios y hombre verdadero. Para tener esa amplitud en la mirada y una acogida en la fe, se necesita estar abierto al influjo del Espíritu Santo. Es necesario ir más allá de la simple presencia humana de Jesús, es adentrarse en el Misterio insondable de Dios, porque con simples palabras se queda muy pobre y reducida la imagen que podemos obtener de Jesús. Es precisamente lo que les pasó a los paisanos del Nazareno: ¿no es este el carpintero, el hijo de María?
Esta ceguera ante la profundidad del Misterio se va repitiendo a lo largo de la historia en el pueblo de Israel. Se ve que es propio de la condición humana aferrarse de lleno a una aparente verdad, refugiarse en su verdad y no intentar caminar hacia una verdad mayor. A lo que nos puedan decir otros, que enriquece y que complementa mi pequeña verdad. La historia se repite, tal como nos lo presenta San Juan en el prólogo de su Evangelio: vino a los suyos pero los suyos no le recibieron. Ya conocemos cómo sigue, la Sagrada Familia camino del censo y a María le llega la hora del parto, andan corazones donde puedan hospedarse, pero parece ser que nadie quiere complicarse la vida, ante desplazados, inmigrantes, ante la gente que demanda nuestra ayuda, es más fácil dudar de la persona y cerrar la puerta por miedo a que me saque de mí mismo y me cambie la rutina de mi vida. Ya que, abrir el corazón al necesitado, al prójimo, al amor, sin lugar a dudas transforma mi comodidad, transforma mi vida.
Precisamente esa misma historia nos la presenta hoy el evangelista Marcos: no desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa. También miedo a dejarnos transformar la vida. ¿Cómo va a ser posible que este Jesús que ha correteado por las calles de nuestro pueblo sea el Mesías de Dios? ¡Imposible!, si le conocemos bien, si ha trabajado con José en la carpintería. Y volvemos a repetir una y otra vez la historia, porque nos quedamos con una visión muy pobre de las cosas. No ahondamos ante el calado profundo que tiene la verdad y muchas veces nos quedamos en meras apariencias, no nos abrimos a la verdad que viene de fuera. Y, a Jesús, no se le puede separar de su doble condición. Al cerrarles las puertas de su corazón, Cristo puede hacer poco, por sus paisanos solo se admira de su falta de fe y ante esta actitud de cerrazón no puede derramar más abundantemente su gracia.
Visión muy reducida y pobre de las apariencias es la que muestra el pueblo de Israel ante su Mesías. Para tener una visión más amplia de la verdad o en este caso de quién es Jesús podemos tener presente una moneda que tiene dos caras. Sus vecinos y parientes se quedaron con la simple apariencia humana de un hombre al que han conocido, han visto crecer en una familia humilde. ¿Pero que pasa de todo el conjunto de enseñanzas, acciones, milagros, anuncio del Reino de Dios, el llevar el mandamiento del amor hasta sus últimas consecuencias...? Hay que tener también presente la cara de la moneda que apunta hacia Dios, de lo contrario, todo queda vacío de contenido. De esta manera se desprecia a Jesús, pero en Jesús también a muchas gentes, que tienen aspectos que a veces nos incomodan, no nos gustan del todo y perdemos de vista que son imagen de Dios y que por ello tienen una dignidad humana.
La enseñanza que podemos sacar del texto evangélico de hoy es que nunca poseemos una verdad absoluta de las cosas, que debemos abrirnos a las verdades que nos traen otros, para así construir una verdad plena y absoluta en Dios. Debemos abrirnos de manera total a la realidad de las cosas, no vivir de posibles apariencias, sino profundizar en el don del otro, se ama aquello que se conoce, si no eres capaz de conocer a otra persona difícilmente la vas a poder respetar, amar. Por tanto, ver la realidad compleja de nuestro Dios, abrirnos a su Misterio insondable y no ponerle trabas para que mediante su Espíritu trabaje en y con nosotros.