XXXIII DOMINGO DEL T.O.
En los últimos años hemos sido testigos de una explosión de películas y series con gran despliegue de efectos especiales que recrean de manera magistral escenarios de guerras, devastación, cataclismos e incluso el fin del mundo. El Señor de los Anillos, Armagedón, Juego de tronos, El día de mañana, entre otras, nos han llevado a escenarios similares. Si cuando se redactó el libro de Daniel o el evangelio de este domingo hubiese habido la técnica que tenemos hoy, seguro que los hechos descritos los habrían presentado así, de la manera más impactante y creíble posible; pero en aquel tiempo solo tenían el recurso de la palabra oral y escrita para lograr el efecto buscado: mostrar la intensidad y urgencia de estar atentos al Señor, que no deja de estar «cerca, a la puerta».
Sí, así de sencillo: si hacemos el esfuerzo de no distraernos con los «efectos especiales» de los que está cargado el pasaje de hoy, el anuncio de esperanza, que a su vez supone la confianza en Dios, no pasará inadvertido. Y es que nos suele suceder que nos centramos en el pesimismo y la desesperanza al toparnos con la dureza de la realidad, que a veces es más cruel y difícil que cualquier ficción. En la adversidad propia o ajena, olvidamos el hecho de que, a pesar de esas realidades difíciles e inevitables, la voluntad de Dios prevalece: que la vida triunfe sobre la muerte. Así es: en presente, no en futuro; es una promesa ya cumplida en Jesucristo.
Este pasaje, colocado casi al final del tiempo ordinario, se refiere al momento definitivo, al final de los tiempos, cuando se cumplirá la promesa de la recapitulación definitiva de las cosas en Cristo, pero no hay que perder de vista que ese final se ha ido gestando desde siempre: está aconteciendo en la vida de cada uno de nosotros y de cada generación precedente. Y no es un final infeliz: es un final de vida, la misma vida que, caprichosa, germina después de que pasa el huracán, el terremoto, el tsunami o la misma guerra. ¿Cuántas veces en la historia se ha predicho el fin del mundo?, y con los duros acontecimientos de desastres, pestes o guerras cualquiera se lo cree… Pero ¿cuántas veces también la vida ha vuelto, la bondad humana (es decir, el reflejo del amor de Dios en nosotros) ha brotado y seguido adelante?
Ese es el mensaje con el que deberíamos quedarnos a partir del texto de este domingo: «El cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán». El amor de Dios, la promesa de vida, su «estar con nosotros» a pesar de cualquier adversidad se mantiene, está ahí, a la mano. Que la esperanza que brota de la confianza en su Palabra, en su Hijo, siempre guíe y dé sentido a nuestra vida.