Y el Verbo se hizo carne
Solemnidad de la Anunciación del Señor
El motivo de la Anunciación, que recoge en sí el momento de la Encarnación, es uno de los momentos más tratados desde el punto de vista teológico y artístico.
Lo es, sin duda, por su importancia, pues con el anuncio del ángel a María y con la respuesta de ésta, fiat, comienza la vida de Jesús, su existencia como hombre en la historia de los hombres y las consecuencias que ello conlleva: se hace uno de nosotros y salva, desde dentro del mundo, cuanto de bueno, bello y justo habíamos perdido y, sin embargo, seguía perteneciendo a nuestra atribulada condición humana. Porque Dios no se olvida y no se echa atrás en su compromiso con el hombre.
Pero mi inquietud, a la hora de sumergirme en las implicaciones vocacionales de la Anunciación, es: ¿cómo abordar este tema desde una perspectiva original, con un lenguaje a la vez fresco y profundo?
Tres cosas me parecen importantes:
-La primera. En toda Anunciación sale a la luz una realidad, algo que ha ido madurando en nosotros, algo de lo que quizá no nos habíamos percatado o sólo lo habíamos hecho a través de signos interiores que nos resultaban extraños, turbadores, misteriosos…
Sí: quiero decir que recibir el anuncio de una vocación –porque la Anunciación es el anuncio de una vocación deslumbrante y total- no está en contradicción, antes bien todo lo contrario, con el hecho de formar parte de un proceso que Alguien ha venido realizando dentro de nosotros. La anunciación es su primavera, el momento eclosionante y cenital de un madurar. No creo que María recibiera el anuncio y vocación que daba el vuelco trascendental y vertiginoso a su existencia sin una previa maduración. En la Anunciación recibe luz sobre lo que había estado siempre, desde la infancia, en ella.
Y había estado –porque nuestra vocación está en nosotros desde el nacer- de diversas maneras: en el descubrimiento de la vida misma, en los seres que la habían rodeado (padres, amigos, maestros…), en el asombro ante el milagro de existir, en las dudas y preguntas de su fe, en su experiencia de amor, en sus sueños, en sus ideales, en sus desilusiones, en esos momentos de la vida en que sentimos el impulso de entregarnos, de ir más lejos, de hacer algo generoso con el ser que somos, con el amor que nos puja desde dentro…
-La segunda. Al acontecimiento de la Anunciación nos referimos, teológica y artísticamente hablando, como la Encarnación. El anuncio corresponde al Padre a través de su ángel. La Encarnación nos pone ante el instante en que el Hijo toma humanidad. El Padre se expone, se manifiesta, queda dependiendo de la disponibilidad del Hijo a entrar en el mundo de los hombres asumiendo kenótica y humildemente las consecuencias que ello conlleva.
Pero, sin el consentimiento de María, todo el poder del todopoderoso nada podría hacer. Hacerlo sin ella, sin su “sí” o contra su “sí”, supondría dejar de ser el Dios que es, el que respeta toda libertad. Quiero decir que todo acto de anuncio, encarnación y vocación es un acto común: la más feliz concurrencia de iniciativas, voluntades y libertades. En toda vocación ha de estar presente la iniciativa de Dios, la libertad del hombre y la común voluntad de dar común fruto, es decir: de encarnar realmente la persona de Jesucristo en medio de las cambiantes y diferentes situaciones de cada momento histórico. -El tuyo, el mío, amigo lector-.
-La tercera consideración tiene relación con la primera: si allí señalábamos cómo en la Anunciación aflora cuanto de bueno, bello y justo se ha ido madurando en nuestro interior y en el lado misterioso de nuestra vida, hay que señalar que la Anunciación, como toda vocación, inaugura un tiempo de intacta novedad para nosotros. La vocación es así. El primer paso en un viaje a lo desconocido. La verdadera puesta en acto de nuestra condición de hombres y mujeres abiertos al hombre y mujer inédito que somos. Porque somos el tiempo que nos queda por delante. Somos el atrevimiento y cuanto horizonte se despliega ante nuestros ojos. Esa es la vocación: vértigo no absurdo sino apasionante. “Sí, hágase” que inaugura la vida. Fiat que hace que se haga más de lo que somos nosotros mismos capaces de hacer. Fiat por el que concurre a la nuestra la vida de los otros: la de Dios y los hombres. Libertad abismal, la encrucijada de nuestra existencia en la que valentía y humildad, atrevimiento y docilidad, acción y pasión concurren en proporción directamente proporcional al Misterio de Dios y de la vida humana.