Fray José Álvarez, "el apaktone" (papaíto anciano) de los amarakairis.

Mons. Fr. Juan José Larrañeta Olleta
Mons. Fr. Juan José Larrañeta Olleta
Convento San Valentín de Berrio Ochoa, Villava

 

Desde el año 1900, y a lo largo de casi cien años, un puñado extraño de hombres y mujeres, llamados misioneros, han escrito páginas de honda profundidad humana, etnográfica y cristiana. Muchas de estas personas permanecerán en el anonimato. Pero otras, las menos, han podido ser rescatadas de los avatares de la historia.

Esta andadura misionera tiene un nombre propio, una leyenda, una señera inigualable: José Álvarez, misionero dominico, persona entrañable, de espíritu indomable, sacrificado, generoso, que hizo posible la integración de unas gentes, en un mundo hostil para todo lo que se pareciera al "hombre blanco": depredador de culturas, identidades y familia étnicas en esos recintos amazónicos. José Lavares cambió la penosa imagen de "hombre blanco", agresivo y criminal. A través del acercamiento personal, conceptos como "amigo", "hermano", "papá", "hijo" se hicieron profundamente familiares hasta la asimilación total por parte de los grupos indígenas.

La historia viva conserva la imagen viva del cariño grande hacia el Padre José en la etapa postrera de su vida: los Amarakairis, en gesto delicado, le llevaron sobre sus hombros para que los pies del misionero no se mojaran al cruzar las quebradas amigas. Con ingenuidad encantadora, querían arrancar sus pelos de la barba blanca, como si, al quitarlos, pudieran devolver a su "Apaktone" la preciosa vida que se le iba apagando.

Habían transcurrido 58 años de permanencia ininterrumpida del "APAKTONE" (Papá anciano) entre sus ríos, poblados y montes. En tantos años de actividad misionera el mensaje fue muy simple: "yo he venido para deciros que Dios es papá de todos, que todos somos hermanos, y he venido también para evitar que los hombres blancos os hagan mal, porque sabía que os hacían daño y que peleabais entre vosotros como si no fueseis hermanos. He venido a rezar para que no os pique la víbora, ni os hagan daño, ni cojáis enfermedades..." Y aquellos hombres, entregados al cariño del viejo "Apaktone", decían: "Y si sabías todo eso: ¿por qué no has venido antes?"

P. José Alvarez, "el apaktone" de los amarakairis

El reto de José Álvarez fue increíble. Era preciso y urgente contactar con los grupos humanos existentes en aquellos ríos; grupos zaheridos, perseguidos, maltratados, esclavizados, a quienes se les negaba cualquier beneficio de credibilidad. Ellos eran "criminales", enemigos del progreso, apátridas que obstaculizaban cualquier acercamiento a la unidad nacional. Como consecuencia de ello, la aniquilación de estos grupos suponía "un beneficio" a la añorada integración.

Frente a este primer reto, se encontraba el más importante: devolver a los nativos los derechos perdidos, especialmente el derecho a su identidad, a ser respetados en el entorno de sus ríos y con absoluta paz para sus familias. Por ello luchó infatigablemente para devolver al nativo sus derechos como personas, como grupos y como familias étnicas.

La relación del "hombre blanco" con los grupos tribales pasaba por momentos de crisis insalvables. Para los blancos, los llamados "Mashcos", no tenían ningún derecho. Eran enemigos declarados. El misionero José fue entrando poco a poco en sus vidas. Los continuos viajes, los esfuerzos por establecer un diálogo, las innumerables expediciones por aquellos ríos, las tentativas por tierra, aire y ríos difíciles hicieron posible el "contacto" real, exponiendo muchas veces su vida; y acude a ellos, entabla un diálogo en su propio terreno. Lógicamente el valor, la generosidad y la entrega del extraño hombre debió cautivar el corazón de los habitantes "temibles” de la selva.

Conocer al viejo "Apaktone", escuchar sus palabras en el idioma de ellos, comprobar el afecto, rayando en manifiesto cariño, experimentar la bondad de aquel solitario soñador que ofrecía amistad, hermandad y paz sin límites supuso una experiencia inolvidable; y, de pronto, se produce un vuelco: los nativos comienzan a velar por los derechos del misionero. Los corazones de los Amarakairis quedan subyugados por la fuerza del amor. A partir de ese momento, los nativos otorgan al "Apaktone" todos los derechos disponibles: pertenencia a la familia, participación en los ritos sociales, acogida sin límite, confidencia en los misterios religiosos ancestralmente guardados. José Álvarez será considerado como padre, hermano y amigo. El "Apaktone" será refugio de tristezas, sanador de dolencias, rezador de causas perdidas, referencia del bien. Su sola presencia apaciguaría ánimos violentos, calmando tempestades, diluyendo pequeñas rencillas en sentimientos de jovialidad compartida. Su recuerdo vive y seguirá vivo.

La defensa de los derechos humanos de los nativos y la defensa de los derechos humanos por Padre José Alvarez, tuvo la virtualidad de unir para siempre dos culturas, dos identidades, dos evangelios, dos derechos, dos realidades. El resultado fue el nacimiento de una liberación en el sentido más genuino, más humano y más cristiano: la liberación de una humanidad asequible para los habitantes de las dos orillas; porque las culturas se reducían a una auténtica, el evangelio era común, los derechos confluían en el hombre, único e irrepetible, y las realidades gozaban de una fuente común que alimentaban multitud de quebradas amigas.

Este apóstol tuvo una gran familiaridad con Dios. Habló mucho y muchas veces con él. En las playas, en los peligros, en las necesidades, en los gozos, dirigía su plegaria confiada al Padre Providente. Con frecuencia el instrumento para hablar con Dios residía en el pequeño rosario que iba desgranando a través de sus dedos callosos. Habló tanto y tantas veces con Dios que no perdía ocasión de hablar de Dios a sus queridos "hijos del monte". Es el sello de los santos.