“Me encanta mi heredad…”
El Salmo 16 (15) es un precioso poema que expresa principalmente dos hondos sentimientos respecto a Dios: confianza y alegría. Ambos brotan de una experiencia íntima y singular que el salmista tiene: Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti, yo digo al Señor, tú eres bien… Esto no lo puede decir nadie que no se haya encontrado con Él. Se trata de una experiencia fuerte en la que este creyente, al descubrir la grandeza de Dios y de su amor, ha desestimado otros señores e ídolos a los que anteriormente ha servido: los dioses y señores de la tierra no me satisfacen
Se acabó rendir culto, libaciones, a otros ídolos. Se acabó tomar sus nombres en los labios: multiplican las estatuas de dioses extraños, no derramaré sus libaciones con mis manos ni tomaré sus nombres en mis labios... Los labios, unidos a la mente y al corazón renovados por esa experiencia de encuentro, solo pueden ser ya para la alabanza a este Dios excepcional descubierto como único y verdadero.
Sólo tú eres mi bien… Solo el Señor es el bien del salmista. Dios es su bien, su herencia, su copa (copa de las suertes), su destino. Dios es su todo, nada se le puede comparar y lo dice, desde luego, con conocimiento de causa. El salmista ha servido a otros señores y dado culto a otros dioses, pero nada que ver con el Dios vivo.
El salmista tiene ahora a Dios como propiedad personal. Dios es su heredad. Esa frase explica la exclusividad absoluta con la que se refiere a Dios. ¡Y vaya heredad! Pues Dios es para él permanente consejero, instructor sin descanso, está siempre a la derecha, es decir: Dios es su fuerza, potencia y gloria. Desde luego, sólo Dios basta para este creyente.
Esta singular experiencia de total confianza en Dios tiene como fruto una inmensa alegría que ni la muerte puede ensombrecer: Por eso se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas y mi carne descansa serena, esperanzada, porque no me entregarás a la muerte ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción. Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha.
Algún exégeta dice que este precioso salmo tiene una aplicación muy sugerente a la vida consagrada. Este salmo, al parecer, pudo incluso haber sido compuesto por un levita. Lo delataría el versículo: el Señor es el lote de mi heredad… Sabemos que, de todas las tribus de Israel, es la tribu de Leví la que no recibe porción de la tierra prometida como herencia, pues su porción es el Señor al ser la tribu dedicada al servicio sacerdotal de Yahweh. Las otras tribus contribuían a su sostenimiento. Desde este punto de vista este salmo tiene un buen “sabor” vocacional.
La experiencia de este salmista se acerca mucho a la nuestra como religiosos. Dios, Jesús, su Evangelio, es nuestro mayor tesoro. Es un salmo que expresa así la realidad de nuestra vocación y su raíz: optar por el Dios vivo con exclusividad porque hemos probado lo bueno que es el Señor. Esta es la raíz de nuestro hermoso ideal: la dedicación total al Señor, al Evangelio, al Reino de Dios, contribuyendo a su crecimiento y extensión.
Me encanta mi heredad. Es el versículo central del salmo y el que mejor expresa tanto la experiencia profunda del salmista como la nuestra. No hay otra heredad mayor y mejor. Siempre junto a Dios sin vacilar. Con exclusividad porque ¡me encanta! Jesús es el Bien Mayor, el Amor más grande y la Voluntad más verdadera que libera. He aquí la razón de nuestra obediencia, pobreza y celibato en castidad.
El salmo nos invita a los religiosos, cada vez que lo rezamos en esta clave, a ir ratificando nuestra consagración y a ir madurando nuestra vocación. Nuestros votos no pueden ser una carga, sino la expresión del lote hermoso que nos ha tocado, que hemos querido tomar. Nuestros votos hablan de saciedad, de plenitud, de vida eterna, de auténtico gozo. La vida del religioso se resume perfectamente en esas palabras tan sugerentes del salmista: me encanta mi heredad. Esa es la experiencia más plena de quien ha abrazado la vida religiosa en la Iglesia como don del Señor.
Me encanta mi heredad… Se trata de descubrir esto y vivirlo. Esta es la misión de nuestro Estudiantado dominicano en cuanto espacio de discernimiento y formación que ayude a descubrir, más y más, la belleza y riqueza del don de nuestra vocación.