Cristo: nuestra esperanza
Nuestra vida es un constante caminar hacia un futuro en el que esperamos encontrar algo mejor. Como dice Henry Mottu, el hombre «no solo tiene esperanza, sino que vive en la medida en que está abierto a la esperanza y es movido por ella». Aquellos que viven sin apertura al futuro, sin nada que esperar, intentan vivir el día a día y se convierten en simples espectadores de la historia. Y es que la esperanza dinamiza, mueve al ser humano a alcanzar metas superiores, a dirigir el rumbo de su historia en busca de un futuro mejor. En ella entran en juego pasado, presente y futuro del ser humano; en fin, su existencia entera.
La esperanza cristiana no es una utopía más.
Los cristianos no vivimos aislados de la sociedad y de los problemas que la afectan. Estamos llamados a vivir nuestra fe en medio de una sociedad que constantemente nos intenta empujar a un camino distinto al del Evangelio. Y es en medio de esta realidad donde Dios nos llama a dar razones de nuestra esperanza (cf. 1 Pe 3,15). En su libro Cristo resucitado es nuestra esperanza, J. A. Pagola nos recuerda que la esperanza cristiana no es una utopía más y que tampoco es una reacción desesperada a las crisis e incertidumbres del momento. La realidad es que nuestra esperanza no es algo sino alguien; tiene un «nombre que está sobre todo nombre» (Flp 2,9), Jesús de Nazaret.
En la cruz, la muerte violenta del justo muestra el fracaso de nuestra humanidad. Pero al mismo tiempo Dios, que siempre nos sorprende, hace renacer nuestra esperanza con la resurrección de Jesús. La resurrección es el cumplimiento en Jesús de lo que había prometido en las bienaventuranzas. Con ella Dios nos muestra que el sufrimiento, la enfermedad, la pobreza, la injusticia, la muerte no tienen la última palabra. El Resucitado abre el camino a un futuro distinto y definitivo, y la forma de alcanzarlo es caminando junto a él. La experiencia de encuentro personal con Cristo debe movernos a trabajar para lograr la realización de nuestra esperanza.
Las bienaventuranzas nos marcan el camino que hemos de seguir. Los pobres, los que lloran, los que sufren por causa de las injusticias, del hambre, la sed, la enfermedad son el lugar de encuentro con Jesús. En los abandonados y excluidos por la sociedad Dios nos marca el camino para el encuentro con él. En la medida en que seamos capaces de transformar estas duras realidades humanas seremos capaces de convertir sus vidas en bienaventuranzas y de llevar, a ellos y a nosotros mismos, al encuentro con Cristo, nuestra esperanza.