FÚTBOL: PEDAGOGÍA Y COMUNIDAD
El fútbol, desde que se configuró como lo conocemos hoy, en la Inglaterra de 1863, se ha convertido en una auténtica revolución de masas, despertando en las personas sentimientos de todo tipo: algunos, enteramente a favor; otros, totalmente en contra; también los hay indiferentes. Nos encontramos, pues, ante un deporte, que vino para quedarse y ha logrado convertirse en el deporte rey; sin duda, el más popular de todo el planeta, siendo practicado en todos los rincones del mundo. Uno de estos rincones es mi pueblo natal: Rebola (Bioko del Norte, Guinea Ecuatorial). Procedo, pues, a contar mi experiencia con el fútbol en ese lugar.
Rebola es el pueblo que me vio crecer a nivel futbolístico, en el cual pude debutar a la edad de 17 años. El Real Rebola Club de Fútbol está considerado, por su trayectoria, el mejor de los clubes de nuestra historia reciente en Guinea Ecuatorial (que lleva 50 años como país independiente).
En efecto, hoy puedo manifestar que no fueron pocos los «valores futbolísticos» que me transmitió este club; valores como la disciplina, el trabajo en equipo, la simpatía, la autoexigencia… Siendo esto así, cabe preguntarnos acerca del espíritu que asiste al fútbol. ¿Es solo competición o va más allá? Ciertamente, va más allá: no se reduce a una mera rivalidad encaminada conseguir trofeos. Este club de mi pueblo (Rebola) me ayudó a darme cuenta de que ese «más allá» apunta claramente a que el fútbol no es solo un fenómeno de masas, sino que también puede ser una herramienta pedagógica al servicio de la comunidad, posibilitadora de su construcción.
Desde el punto de vista pedagógico, el fútbol se puede considerar una potente herramienta educativa, donde uno no solo se divierte mientras juega, sino que además aprende, ya sea de manera consciente o inconsciente. No solo adquieres de los demás, sino que también transmites tus valores, formando así un ambiente de compañerismo. Mediante este deporte no solo se pretenden formar futbolistas de élite, sino también una mujer o un hombre de futuro, quien con los valores bien integrados podrá ser una persona útil para la sociedad, y que desde su humildad y significatividad podrá aportar grandes valores a los de su entorno. En este caso, el entrenador, como pedagogo, tiene que ser una persona competente, siempre con la moral alta, empático y simpático, ecuánime, etc., y que desde su acción pedagógica se dirija a los alumnos-futbolistas con palabras alentadoras que inyecten ánimo, autosuperación, compañerismo, para lograr los objetivos. En definitiva, un buen orientador con buenos modales, desde los psíquicos, pasando por los organizativos, hasta los comunicativos.
Como medio educativo, el fútbol nos permite desarrollar algunos valores interpersonales, como la solidaridad, el respeto mutuo, la tolerancia al adversario... A través de este enfoque formativo, nos permite adquirir normativas sociales que nos hacen vivir mejor en sociedad, con respeto y disciplina, aunque en ocasiones veamos lo contrario en algunos futbolistas…
Como herramienta puesta al servicio de la construcción de la comunidad, el fútbol aparece como la vida misma, en el sentido de que uno no puede controlar el ganar o el perder. Evidentemente, a todos nos gustaría ganar, pero esto no siempre pasa; a veces perdemos. Y aquí entran los valores que pueden aportar luz a la hora de vivir la frustración o el enfado. También una comunidad de hermanos o hermanas se puede concebir como un equipo de fútbol, en cuanto que cada uno es «hijo de su madre», pero es capaz de jugar con otros, de convivir con otros, de sentir con otros, etc. Precisamente, el valor de la compasión, del «sentir con», está insertada en el ADN de la espiritualidad dominicana, y nos aporta luz a la hora de reflexionar sobre la vida en comunidad.
Igual que el fútbol, en la comunidad también se «pierde» y se «gana». Se pierde cuando las relaciones se deterioran, cuando falta comunicación, cuando no hay «un mismo sentir» (cf. 1 Co 1,10), etc., pero se gana cuando, a pesar de las diferencias que pueda haber, todos intentan «jugar» y caminar en la misma dirección. Y aquí Cristo es el mejor «entrenador», el mejor maestro, que nos enseña cómo hemos de jugar. Jesucristo nos enseña a ser en función de los demás, nunca aisladamente. Nos enseña en definitiva, a ser hermanos.
El mismo San Pablo habla de su vida como una carrera (como «un partido de futbol») en la que resulta vital alcanzar la meta final (cf. 1 Co 9,24-27). La Iglesia se presenta, en este sentido, como un gran «equipo de futbol». Al final somos diferentes equipos que corremos para alcanzar lo mismo, todos corremos hacia lo mismo, y nadie tendrá más por lo mucho que haya corrido, sino por cómo ha tratado a su hermano, es decir, por cómo ha sido hermano (Mt 25, 31- 46). En la Iglesia corremos hacia una corona que no se marchita, lo hacemos todos los cristianos, todos los hermanos, no de manera aislada o individual, sino comunitariamente. Cuando yo busco mi felicidad, busco también la del hermano.
El fútbol, como la comunidad de hermanos, te enseña a perder y a seguir adelante, a correr de modo orante hacia el mayor premio que es Cristo (cf. Mt 5,3-12). En la comunidad vivimos momentos de frustración y desánimo, pero no deben apartarnos del fin que es Cristo, igual que en el fútbol también tenemos que saber ganar y perder, pero nunca tirar la toalla. Parafraseando a Jorge Valdano, sé muy bien que el fútbol no tiene la fuerza suficiente para cambiar el mundo. No es su intención. Lo que sí sé es que puede transformar a un hombre o una mujer de provecho para la sociedad (cf. J. Valdano, Los 11 poderes del líder, Drokerz Impresiones de México, México 2014).