La esperanza en el amor
Pareciera difícil hablar de esperanza en el mundo de hoy. Siempre lo ha parecido, aunque popularmente decimos que la esperanza es lo último que se pierde. Incluso en una película podemos escuchar una frase más todavía más atrevida: «Siempre hay esperanza». La Escritura afirma sin ningún rodeo que «hemos sido salvados en esperanza». Aún más, que nuestra esperanza no está puesta tanto en cosas u objetos sino en alguien, en una persona. Porque Pablo llama a Cristo «nuestra esperanza».
El cristiano tiene la fe de haber sido salvado en Cristo. Aunque ha dicha fe hay que sumar la esperanza, como un dinamismo, la cual nos pone en camino hacia lo que esperamos. Por eso decimos que «la fe es fundamento de lo que se espera, y garantía de lo que no se ve». Y es en este sentido santo Tomás habla de la fe como «un conocimiento imperfecto, porque se cree lo que no se ve». Entonces, existe en el corazón del ser humano un deseo, un «movimiento de esperanza» que busca conseguir aquello que anhela más profundamente y conoce por la fe. Para santo Tomás la esperanza es necesaria en el camino hacia la plenitud de la vida cristiana. ¿Cuál es dicha plenitud? La bienaventuranza según santo Tomás, es decir la felicidad. El hombre desea y anhela ser feliz, porque Dios ha inscrito en él mismo dicho deseo. Hasta tal punto es así para santo Tomás que afirma «el hombre no puede no querer ser bienaventurado», porque es su fin último.
Ahora bien, es bueno preguntarse con respecto a la segunda afirmación de la Escritura por qué esperamos a alguien en lugar de algo. En este sentido el Doctor Angélico es muy esclarecedor. De Dios, lo mínimo que podemos esperar recibir es a Él mismo. Del mismo modo que cuando Dios se nos revela más que decirnos cosas abstractas se nos da Él mismo, así también el mayor bien que podemos esperar de Dios es Dios mismo. Y esta esperanza de ver a Dios no es un deseo banal. Lo que diferencia al deseo de la esperanza para el Aquinate es su posibilidad, el tener una «cierta esperanza de conseguirlo».
La esperanza cristiana se fundamenta, por tanto, en el amor misericordioso de Dios y en su poder. El poder de Dios es el que hace plausible nuestra esperanza, que no sea sólo un deseo vano e imposible. Pero es el amor lo que la fundamenta, porque el amor implica un darse, un donarse. Al final, la esperanza más profunda descansa sobre la unión amorosa, en el deseo de entrar en plena comunión con Dios. Cuando se da dicha unión, aunque uno camine hacia el futuro se da aquí ya un fundamento para esperar. Por eso dice santo Tomás, «presupuesta la unión de amor con otro, puede uno esperar y desear algo para él como para sí mismo».
Sabido esto, ¿a qué nos lleva la esperanza? A la oración, al trato con el amado. En la oración uno hace recuerdo, en ocasiones, de los favores pasados. Es capaz de leer su vida en clave de salvación. De recordar con gozo todos los momentos en que Dios ha actuado en su historia. Esperanza y oración se entrelazan en el recuerdo, y caminar, hacia el Dios que es amor. Porque, como dice santo Tomás «la oración es la intérprete de la esperanza». En la oración se discierne el deseo vacío de la esperanza cierta. Por eso sólo es capaz de la verdadera oración el que espera en el Señor y no en deseos ilusorios o vanos. En definitiva, sólo es orante el que lo espera todo y sólo del Amor. Por eso es verdad que «siempre hay esperanza».