La lesión contra la fama, un pecado contra la justicia
La fama, en su sentido básico, es expresión de la dignidad que todo hombre posee y nunca pierde; es también el edificio que la persona, como tal, va construyendo a lo largo del tiempo con su propio esfuerzo moral, profesional, etc. Junto con el honor, la fama es un derecho fundamental de las personas. Por ello, transgredirlas es una lesión del derecho y un pecado contra la virtud de la justicia; en sentido cristiano diríamos que es ir en contra de la caridad.
Un discurso difamatorio puede presentarse de muchas formas: atribuir culpas falsas o no existentes, exagerar culpas verdaderas, también formas más sutiles como abstenerse de hablar del bien realizado por alguien, o, simulando piedad y compasión, sembrar la duda de la buena fama de otra persona. Quien ha calumniado está obligado a restablecer la verdad y el honor de una persona, ya sea en privado o en público, según haya sido la naturaleza de la difamación.
Si bien es cierto, es tarea de cada persona velar por su propia reputación, al estar en juego el bien común de otras personas y de la sociedad en general, es un deber de todos cuidar la buena fama y reputación de cada ser humano. Una de las cosas nocivas para desprestigiar a alguien, suelen ser las etiquetas, aunque el problema no son las etiquetas en sí mismas, sino las consecuencias morales o sociales que estas pueden causar a una persona.
Es común que hagamos diferencia entre murmurar y difamar, ya que la primera busca sembrar cizaña y destruir la confianza; en cambio la segunda pretende perjudicar la buena fama de las personas. Para santo Tomás esto no es así, ya que, aunque su finalidad es diferente, ambos coinciden en hablar mal del prójimo en su ausencia y el daño es igual de nocivo.
Junto con el honor, la fama es un derecho fundamental de las personas.
Al difamar a alguien, no solo estamos dañando la dignidad de la otra persona, sino que se ve dañada de igual forma la de uno mismo, puesto que sucumbimos a la idea mezquina de dañar al prójimo y nos alejamos de nuestra naturaleza misma, que es tender siempre al bien. De esta forma nos distanciamos progresivamente de nuestra naturaleza ontológica. Lo de buenas personas no es solo una visión antropológicamente positiva, sino que responde a la necesidad óntica del ser humano que, en su realidad más profunda, tiene un fundamento teológico, a saber: el verdadero garante de la dignidad del ser humano es Dios.