La música, experiencia de Dios

Fr. Ángel Luis Fariña Pérez
Fr. Ángel Luis Fariña Pérez
Convento Virgen de Atocha, Madrid

Santa Cecilia, mártir

La santa mártir Cecilia es patrona de los músicos y a mí me gusta añadir que también lo es de los que están enamorados del Noble Arte. Según se cuenta, Santa Cecilia en el momento del tormento cantó a Dios en su corazón, y esto le valió su patronazgo musical. A lo largo de toda la historia de la humanidad, la música ha estado presente de una forma notable. ¿Se han preguntado alguna vez si sería posible la vida sin música? No suelo citar cuando escribo, pero esta vez lo voy a hacer. Estoy totalmente de acuerdo con Nietzsche en que: “Sin música la vida sería un error.”


La música ha sido fundamental en mi vida. Desde niño en aquellas entrañables clases de solfeo hasta demostrar en el conservatorio ante un tribunal, ya de mayor, el dominio de un instrumento. Pero esta es sólo la parte técnica en la cual adquirí unos conocimientos mediante unos sistemas concretos; prefiero hablar aquí de la otra parte, la parte espiritual de la música. El poder espiritual de la música lo interpreto como el poder de congregarnos y de armonizar mundos; asociamos la música a épocas de nuestra vida, a personas, recuerdos; sólo con escuchar una conocida melodía, sentimos cómo ha sido acariciada nuestra alma. Pero esta dimensión espiritual no sólo es para entrar en los recuerdos, sino para estar en contacto con nuestro interior, con nuestro corazón, con la vida, con Dios. Mi experiencia de Dios lleva implícita el correr de las notas por el pentagrama, porque la música hace sensible mi mundo espiritual y espiritualiza el mundo que me rodea.


Cuando entré en la Orden, tenía muchos miedos e inseguridades pero sólo una preocupación: ¿Dónde encajo la música, mi música? A medida que ha pasado el tiempo he descubierto que sí tiene un lugar, o mejor dicho, que no ha dejado de tenerlo; que la predicación y la música encajan perfectamente, porque predicar es descubrir el arte de alabar todo lo bueno. Qué grande es descubrir que nuestra predicación, al ser profética y de la gracia, es como la música; produce una sensación de vértigo luminoso, porque predicamos la alegría que existe en el mundo y que su fin, al igual que la música, es conmover el alma.


El compositor suizo Franco Cesarini tiene una obra llamada “Mosaico Bizantino” y el tercer y último movimiento, “Ángel de la resurrección”, te va llenando de tal forma, que en sus últimos compases la intención del oyente es la de empezar a aplaudir casi sin pensarlo, porque ha conseguido el fin del que hablaba antes. La predicación en la Orden de Predicadores es igual; una hermosa obertura en honor a la verdad, donde se oye a la orquesta en pleno tocando a todo volumen y que llega e invade a todos aquellos con quienes se encuentra. Pero también nosotros somos invadidos por nuestra predicación, porque no transmitimos nuestra propia sabiduría, sino transmitimos meramente un don, al igual que el músico cuando se hace un todo con el instrumento.

La experiencia de Dios que se transmite a través de nuestra predicación, es similar a la de una interpretación musical; las palabras al igual que las notas no basta con comprenderlas para gozar de ellas; nuestra predicación, como la interpretación musical, no se hace sólo para que se comprenda, sino para que se sienta y se haga vida. Tanto nuestras palabras de gracia para el mundo como nuestra música, al ser lo que fluye desde nuestro corazón, deben ser expresadas porque ninguna puede quedar en el silencio.