Testimonio Vocacional de Fray Xavier Méndez
Cuando la gente de mi entorno me pregunta sobre qué es la vocación y cómo la sentí, a menudo se imaginan que escuché voces celestiales, o que tuve sueños místicos; que vi apariciones de seres sobrenaturales... o lo más normal es que juzguen directamente que «los curas me lavaron el cerebro».
Pero lo cierto es que no sentí nada de estas cosas, y menos mal, porque me habría muerto de miedo. Sentí la vocación en ese encuentro con un Jesús real, vivo, que me invitaba a seguirlo, que me daba ese espacio y ese tiempo para que fuese yo el que le respondiera a su llamada. Sentía que necesitaba estar con él cada vez más a menudo, acudía a la eucaristía siempre que podía, me refugiaba en la oración y en la lectura de la Palabra porque me llenaba y sentía que ese era mi lugar, y finalmente me llenaba de sentido poder compartir esa fe en comunidad y llevarla a otros, y así fue como pude responder a esa invitación a seguirlo entrando en la vida religiosa. A partir de mi sí, todo fue en cierta manera obra suya.
Yo procedo de una familia atea y bastante hostil hacia la Iglesia. Únicamente mis abuelos eran creyentes, pero por diversos motivos no querían saber nada de la Iglesia. Tomé la primera comunión por deseo de mi abuela, y cuando lo hice ya solo éramos en total cinco niños de mi clase, siempre acusados de ser los bichos raros.
Después no tuve más relación con la fe o con la Iglesia hasta que ya siendo adulto me encontré en un país extranjero, y en medio de una etapa de bastante oscuridad y tribulación, tanto externa como interna. Tuve un contacto con la Iglesia, con unos esporádicos dominicos, con unas hermanas de la Consolación, con un padre jesuita y con los piaristas del colegio donde trabajaba. A partir de ahí el Señor fue haciendo su obra conmigo, yo me resistí mucho, pero adonde yo no conseguía abrirme a él, él siempre iba saliendo a mi encuentro. Al recordar esa etapa me viene una frase a la mente: «Es imposible conocerlo y no amarlo».
A mi regreso a España decidí escribir un email a los dominicos, y ya cuando me respondieron (mucho tiempo después, curiosamente), el Señor prosiguió con su obra: entonces me percaté de que quizá era ese el lugar que yo había estado buscando. Fue así como me decidí a hacer la prueba de entrar en el prenoviciado en Madrid, donde consolidé mi decisión de fiarme del Señor y continuar hacia la aventura del noviciado en Sevilla, etapa que ya está llegando a su fin y en la que he podido irme preparando para la profesión en la Orden.