Vida Religiosa: La parábola del Reino de Dios.
El Hijo del carpintero enseña a «captar» la economía de salvación divina mediante las parábolas, escritas por los evangelistas. Son una forma de decirnos que la vida es más que lo que se ve: les muestra a sus oyentes los campos de Galilea; mientras ellos marchan por aquellos caminos sin ver nada especial, algo está ocurriendo bajo esas tierras, que transformarán la semilla sembrada en abundante cosecha. Lo mismo acontece en el hogar: mientras discurre la vida cotidiana de la familia, algo está ocurriendo furtivamente en lo profundo de la masa de harina, preparada al amanecer por las mujeres; pronto todo el pan quedará fermentado. Así sucede con el Reino de Dios: su fuerza salvadora está ya actuando en el interior de la vida, transformándolo todo de manera misteriosa.
Quizá la parábola que más turbó a quienes escuchaban a Jesús fue la de la mostaza (Mt 13,31b-32; Mc 4,31-32; Lc 13,19). La verdadera analogía del Reino no es el cedro, sino el grano de mostaza, que apunta algo débil, insignificante y pequeño, pero que posee la potencialidad intrínseca para ir creciendo.
Castidad, pobreza y obediencia son parábolas que velan y revelan.
Desde esta perspectiva propuesta por Jesús, se sitúa el nuevo estilo de la vida religiosa evangelizadora. La vida religiosa ha de hacer suyo el estilo parabólico de Jesús en el anuncio del Reino. El reto es interiorizar y encarnar el Evangelio para ser parábolas vivientes de la presencia del Reino: una pequeña semilla, un poco de levadura en medio del mundo, una voz, un coro de voces que invitan a la esperanza.
Los consejos evangélicos —castidad, pobreza y obediencia— son una profecía para el mundo, y la vivencia personal y comunitaria de ellos crea un estilo de vida característico, orientado no hacia el placer, el poseer, el poder, sino hacia el compartir solidario, hacia la interdependencia y la comunión. Al igual que sucede en las parábolas de Jesús, los consejos evangélicos no solo describen una forma distinta de estar en este mundo, sino que generan narrativamente un mundo alternativo de igualdad y de dignidad para todos.
Castidad, pobreza y obediencia son parábolas que velan y revelan. Velan, porque para muchas personas son incomprensibles, entran en la categoría de lo absurdo. Revelan, porque son signos que evocan, provocan, hacen memoria, anuncian lo nuevo, envían más allá. Toda nuestra vida remite a algo más profundo, a alguien por quien se entrega la vida. Llegamos así a ser signo de un futuro nuevo, iluminado por la fe y por la esperanza cristiana. Esta tensión escatológica se convierte en misión, para que el Reino se afirme de modo creciente aquí y ahora. La comunidad religiosa, por la acción del Espíritu, colabora a su expansión y crecimiento.
La vida religiosa debe estar atenta de no abandonar este estilo parabólico, de no caer en la desesperanza y acallar el anuncio del Reino. Nos dice el papa Francisco: «Podemos acostumbrarnos a vivir con una esperanza cansada frente al futuro incierto y desconocido, podemos darle “ciudadanía” a una de las peores herejías posibles para nuestra época: pensar que el Señor y nuestras comunidades no tienen ya nada que decir ni aportar en este nuevo mundo que se está gestando» (Panamá, 26 de enero de 2019).
La entrega incansable al servicio del Reino de Dios no dejará de suscitar interrogantes sobre el porqué de tanta gratuidad: nuestro llamado. Al dar razón de nuestra esperanza con nuestro testimonio podremos anunciar con alegría el significado de la parábola de nuestra vida, que crea en el mundo un actualizado paradigma evangelizador: «El Reino de Dios está en medio de nosotros».