"Claves y desafíos de la  Vida Consagrada"

"Claves y desafíos de la Vida Consagrada"

Sor Isabel María Orenes
Sor Isabel María Orenes
Priora del Monasterio de Santa Ana, Murcia

Mirar al pasado con gratitud, vivir el presente con pasión y abrazar el futuro con esperanza, son los tres objetivos indicados por el Papa para el Año de la Vida Consagrada. Objetivos que vienen a coincidir con lo ya propuesto hace años por San Juan Pablo II: “Vosotros – los consagrados – no solamente tenéis una historia gloriosa para recordar y contar, sino una gran historia que construir. Poned los ojos en el futuro, hacia el que el Espíritu os impulsa para seguir haciendo con vosotros grandes cosas”.


   Pero el Papa no se limita a sugerir un camino, sino que nos desafía dándonos a conocer cuales son sus expectativas para este año, con el deseo de que sea un auténtico kairòs, un tiempo de Dios lleno de gracia y de renovación. Francisco espera de los consagrados que demos testimonio de que el encuentro con Cristo nos hace felices, que contagiemos al mundo con nuestra alegría; que reanimemos la dimensión profética de nuestra vida para despertar al mundo; que seamos expertos en comunión, que colaboremos por hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión, fomentando la espiritualidad de comunión entre los distintos institutos, los sacerdotes y los laicos; que tengamos el coraje de salir a las periferias existenciales con gestos concretos; y que nos preguntemos que es lo que Dios y la humanidad espera de nosotros y demos respuestas.

 Nuestra vida cobra sentido porque sabemos de donde venimos y a donde vamos


   De entre los objetivos y expectativas señalados por el Papa para este año, voy a detenerme en dos: mirar el pasado con gratitud y testimoniar la alegría. Abarcarlos todos en este escrito lo haría demasiado extenso, y así reto a los responsables de la página Ser Fraile, a que inviten a otras personas a que nos digan algo sobre los diferentes temas. Gratitud y alegría van de la mano, en un corazón agradecido brota espontánea la alegría. ¿Y qué puede provocar en el hombre más agradecimiento que el hecho de sentirse amado por Dios, de saberse importante para Él? Este es el fundamento de la verdadera alegría. La alegría del momento en que Jesús me mira y sonriendo (como dice la canción) dice mi nombre.


   Mirar al pasado con gratitud nos aleja de caer en la tentación de la melancolía, de pensar que “cualquier tiempo pasado fue mejor”. Recordar la historia de nuestros orígenes es indispensable para mantener viva nuestra identidad, fortalecer la unidad de la familia a la que pertenecemos, sentirnos parte de esa familia y comprometernos con su misión. Nuestra vida cobra sentido porque sabemos de donde venimos y a donde vamos. La verdadera renovación no es destruir, sino aprovechar lo que de bueno tiene el pasado. Dios crea novedad pero siempre en continuidad con la propia historia. Los momentos de nuestra historia en que descubrimos debilidades, incoherencias, fragilidad… son una llamada a la conversión y lejos de desanimarnos debemos vivirlos como una experiencia del amor misericordioso del Señor y en su Nombre seguir haciendo historia.


   Los consagrados somos personas que como dice San Juan: “Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en el“. Aquí radica el secreto de nuestra alegría. Somos amigos del Señor, no somos esclavos que no saben a quién sirven, sino que hemos entrado en el misterio y servimos al Señor con alegría, dispuestos a todo. Nuestra alegría no se apoya en los éxitos que cosechamos o en que todo vaya sobre ruedas. La alegría verdadera hunde sus raíces en Dios y Dios es Amor: amor que alcanza su máxima expresión en la Cruz. Por eso el Papa dice: “siempre, donde están los consagrados siempre haya alegría, alegría del que se sabe en las manos amorosas del Dios pase lo que pase. Cuando en nuestra vida aparece el descontento crónico, la queja contínua por todo y de todos, es señal de que el amor se está apagando y si desaparece el amor, irrumpe, sin darnos cuenta, el lenguaje de los derechos. El egoísmo y los celos, que también van de la mano, descodifican nuestra memoria, y ya ni estamos agradecidos ni mucho menos alegres.


   Mientras escribo esto invade mi pensamiento la figura de Santo Domingo de Guzmán. Los que vivieron con él, nos dejaron estos bellos y conmovedores testimonios: “Permanecía siempre sonriente y alegre a no ser que se conmoviera a compasión hacia cualquier sufrimiento del prójimo”; “Y puesto que un corazón alegre resalta en el rostro, en su bondad externa proyectaba su belleza exterior. Y a pesar de que su rostro estaba siempre alumbrado por la claridad de su sonrisa demostrando una conciencia limpia, la luz de su semblante nunca quedaba baldía”.  “Nadie más alegre que Domingo de Guzmán”, nos dirá el Beato Jordán de Sajonia que lo conoció personalmente y que casi seguro pidió entrar en la Orden de Predicadores, recién fundada, atraído por esa alegría. Los dominicos tenemos pues, muchos motivos para vivir siempre alegres. Somos hombres y mujeres consagrados que seguimos a Cristo al estilo de Domingo, y si en el perfil espiritual de Domingo resaltó la alegría, nosotros que somos sus hijos, no podemos ir por la vida con caras tristes.


   La belleza de nuestra vida es la alegría de configurarnos con Cristo y de vivir el Evangelio traducido en clave dominicana. La fidelidad a nuestro carisma nos exige no olvidar los gestos fundacionales, las intuiciones de Domingo que son, fundamentalmente, tres: una comunidad Apostólica, que dé testimonio de la amistad de Dios con el mundo; una consagración a la Palabra, construir las comunidades desde la consagración de la Palabra: «la Orden de los amigos de Dios es una Orden consagrada a la Palabra»; aprender a amar al mundo, a confiar en él, a mirarlo benévolamente y ser capaces de descubrir, debajo de los aspectos negativos, que el mundo está sostenido por Dios. (fr. Bruno Cadoré, OP Maestro de la Orden) “Un seguimiento triste, es un triste seguimiento”, no interpela a nadie por más propaganda que se haga. Solo la belleza es capaz de atraer, y al igual que la Iglesia crece por atracción, nuestra Orden crecerá cuando los que nos conozcan se sientan atraídos al ver hombres y mujeres felices.


Ser dominicos no sólo merece la pena sino que merece la alegría. ¿Te atreves?