La Traslación de Santo Domingo
Santo Domingo fue enterrado primero en un lugar al aire libre, no lejos de donde había muerto. Con la creciente fama de santidad, doce años después de su muerte, los frailes quisieron hacer un mausoleo más acorde a su memoria y así honrarle. Se preparó una ceremonia para abrir el sepulcro, temiendo los frailes que el espectáculo de un cuerpo descompuesto dejaría pésima impresión en la numerosa multitud. Recordemos que estamos en plena Edad Media y asuntos tan externos como este podían tener un efecto notable en la fama de un santo.
El 24 de mayo de 1233, lunes de Pentecostés, se abrió el sepulcro. Cuenta la tradición piadosa, que en vez del olor de la descomposición del cadáver, del antiguo sepulcro subió un maravilloso olor, un perfume nunca olido, una fragancia nunca antes conocida.
Más allá de leyenda o tradición, de milagro o signo de santidad, tal aroma maravilloso se ha entendido y creido comprender dentro de la Orden como un símbolo de algo más. Dos ideas hay en torno a aquel perfume que impregnaba y se extendía entre todos los que presencieron el traslado, que lejos de ser contradictorias, creo que dan un sentido profundo no ya sólo a aquel olor, sino a la misma identidad de Santo Domingo y de su Orden.
Primero que ese olor no era sino el olor del Evangelio, el de Cristo, que había sido el centro de la vida y misión de Domingo, varón evangélico, hombre conformado por la Buena Nueva, fraile que fué evangelio viviente para quienes con él se cruzaron. Un olor de santidad que no era sino el perfume de una vida vivida por y para la predicación de Jesucristo. Y de ahí nace realmente la segunda idea sobre ésto, y es que ese perfume que impregnó y que se extendió por entre sus frailes no es sino precisamente su misma identidad, su espíritu centrado y volcado en Dios y en la predicación, identidad y misión, carisma y espíritu, que continúa en la Orden de Predicadores y en toda la Familia Dominicana que vive arrebatada por el perfume de Domingo, que no es sino el perfume del evangelio, de la misión de predicación de la Gracia de Jesucristo que es lo que quiere transmitir la misión dominicana.
Doce años estuvo Santo Domingo en su primer sepulcro hasta la Traslación que recuerda y celebra la Orden en esta fiesta. Doce años que se han visto a veces como un cierto olvido por parte de sus frailes de la persona de su fundador, como si una vez fallecido se hubieran olvidado de él... algo que muchas veces parece decirse de nosotros los dominicos, que poco hablamos de nosotros, de lo nuestro, de nuestro carisma o nuestra identidad, de nuestros santos o de Nuestro Padre... pero lejos de ser así, lejos de esa lectura simplista, esa poca presencia de lo nuestro, nuestro signos propios, nuestra identidad de forma manifiesta, se debe a que el centro está en otro lugar... somos dominicos porque somos predicadores de la Buena Nueva de Jesucristo, somos dominicos porque el evangelio se hace para nosotros camino de vida y de seguimiento de Jesús en la comunidad, el estudio, la oración, la pobreza, la libertad, la democracia, la itinerancia... somos dominicos, estoy convencido de ello, como Domingo quiso para sus frailes: abiertos al mañana, sin miedo, superando barreras y fronteras establecidas, inventado nuevas formas de ser Iglesia, somos dominicos porque el Señor Jesús es el motor de nuestra vida, nuestra misión, nuestro por qué, todo lo que somos está en la predicación integral del Evangelio, y no tanto en nuestra propio ser dominicano, si se entiende la expresión. Como Domingo, al modo de Jesús de Nazaret, supremo modelo, queremos estar los dominicos centrados no en nosotros, sino en lo que nos hace ser quienes somos, centrados fuera de nuestra propia identidad -si vale el juego de palabras- para que nuestro centro ses la predicación de Jesucristo, para que nuestra identidad sea el mismo Dios Padre de Jesús de Nazaret, como lo fue de Nuestro Padre Santo Domingo de Guzmán.