Cuestión de confianza

Fr. Moisés Pérez Marcos
Fr. Moisés Pérez Marcos
Convento Santo Tomás de Aquino, Sevilla
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12º Domingo del Tiempo Ordinario

El fragmento del evangelio de Marcos que proclamamos este duodécimo Domingo del Tiempo Ordinario (Mc 4, 35-40) narra el bello pasaje en el que Jesús calma una tempestad. Los discípulos se han subido con él en una barca para cruzar el lago de Galilea, con intención de ir a predicar a la otra orilla. Entonces se levanta un viento huracanado que hace que las olas rompan contra la barca. Los discípulos, temiendo hundirse, llaman al maestro, que curiosamente duerme tranquilo sobre un cojín. Al despertar, Jesús les acusa de cobardes, de no tener fe. Entonces pronuncia unas palabras increpando a los vientos y a las aguas turbulentas del lago, y se hace la calma.

El relato nos enseña algo de la persona de Jesús: él es quien puede vencer definitivamente el mal, simbolizado por los vientos tempestuosos y el mar agitado. Pero también nos enseña una característica importante de los seguidores de Jesús: la fe. En el este texto la dimensión que más se resalta de la fe es la de la confianza. Aquí la fe no aparece descrita como una creencia de proposiciones o dogmas, sino principalmente como confianza en alguien incluso en medio de las dificultades. La incredulidad de los discípulos, que se dejan contagiar por la agitación de los mares, que temen y desconfían, contrasta fuertemente con la actitud de Jesús, cuya calma o confianza extremas se pone de manifiesto en el hecho, simbólico, de que en mitad de la tempestad duerme tranquilamente sobre un cojín.

La fe comprendida como confianza es imprescindible para poder vivir sanamente la vida religiosa. En la Orden de Predicadores, y supongo que en otras también, la confianza está a la base de nuestra vida. Al profesar en la Orden confiamos en Dios, que llevará a buen término la vocación que nos ha regalado. Confiamos en los hermanos, que son para nosotros la mediación en la que nos encontramos con Dios. Confiamos en que será el Espíritu el que, como en la tempestad calmada, haga eficaz nuestra misión, nuestra palabra, nuestra predicación. Nuestra vida se basa en la confianza. Confiamos en que las personas que llegan a nosotros pidiendo ingresar son responsables. Confiamos en la libertad de las personas porque Dios confía en ella. Nuestro sistema de gobierno se basa en la confianza: si los frailes no confían en sus superiores, si los superiores no confían en los frailes, la obediencia es imposible.

En la Orden, como en la tempestad de Galilea, a veces soplan vientos o se dan situaciones que no comprendemos, que nos hacen temer y desconfiar. También en la Orden existe el mal, como en el resto de la Iglesia, que es santa y pecadora a un tiempo. No porque exista una línea que separe a los buenos de los malos, sino porque el corazón de toda persona está traspasado por la herida del mal y del pecado. Pero nosotros confiamos en la transformación de los corazones. Confiamos en que la Palabra de Jesús, de Dios, es sanadora. Hace al hombre recuperarse, levantarse, crecer, aumentar en amor y crecer en vida. Confiamos en que un mundo mejor es posible, en que la semilla del Reino, aunque pequeña, crecerá un día hasta convertirse en el más grande de los arbustos. Confiamos en que un día el mal será vencido definitivamente. Entonces, todos los seres humanos viviremos como hermanos, volveremos a encontrarnos con aquellos que habiendo muerto ya forman parte inseparable de nosotros, viviremos en una vida inagotable de amor y bienaventuranza.

Responder a la vocación, intentar discernir lo que se nos regala en ella, exige, como condición imprescindible para no errar, crecer en esta confianza, alimentarla, vivirla de un modo cada vez más hondo. En parte no pequeña, la vocación es cuestión de confianza.