Pinceladas de mi historia vocacional

Hace apenas unos meses he celebrado mi ordenación diaconal y, en medio de la emoción que produce este tipo de experiencia, me han pedido que os cuente un poco sobre mi vocación. Confieso que mi instinto primero no fue otro que tratar de excusarme, pero fray Laércio (uno de los responsables de la página) puede llegar a ser muy persuasivo. Y, que quede claro, no es que no me parezca interesante hablar de mi vocación, puede que lo sea, pero son de esas cosas de las que prefiero hablar, en vez de escribir.

Sí me preguntaran hoy cómo nace mi vocación o bien, cómo descubro que Dios me llamó, he de responder que no lo tengo muy claro, bueno, puede que sí. Lo que quiero decir es que no podría especificar un momento concreto. De lo que sí estoy seguro, es que en mi caso no hubo voces por las noches, ni zarzas llameantes, ni visiones luminosas. Digamos que mi vocación surgió, mejor aún, se fue gestando de manera muy normal y muy humana, a través de una serie de circunstancias en las que, primero otros y luego yo mismo, fuimos descubriendo que Dios podría querer algo más conmigo.

Creo que casi una década cantando en el coro de mi comunidad, la pastoral juvenil, las inolvidables experiencias de misión en Semana Santa, viviendo y compartiendo la vida y la fe (sobre todo la vida), con la gente sencilla de los campos, y con los migrantes haitianos en los llamados bateyes; mis partidos de “volleyball” en el seminario de mi pueblo. Todas estas experiencias fueron gestando poco a poco mi vocación. Para muchos la cosa estaba más que clara, pero no para mí. Yo, la verdad,  no reparaba en ello, ni siquiera me planteaba el tema vocacional, en plan de cura y esas cosas. Toda mi atención se centraba en sacar adelante mis estudios, primero el bachillerato, luego vinieron los años en la universidad. Mi padre se encargaba de que no olvidara mis prioridades, nada de distracciones y claro, las chicas tuvieron que esperar (por suerte no se enteró de la novia que tuve el último año, antes de entrar en la Orden. Ah, por cierto, discreción por favor).

Los años en la universidad fueron determinantes. Traté de combinar lo mejor que pude las clases, el trabajo pastoral en mi pueblo y mi nueva condición de “pueblerino en la ciudad”. Las cosas marchaban muy bien: buen historial académico, mi compromiso pastoral, con mi familia de lo mejor, peeeeeeeero, me faltaba algo. Puede que las palabras “vacio”, “incompletez”, les digan algo. Si todo marchaba bien, ¿por qué esta sensación? Por supuesto, no tuve que dar muchas vueltas para sospechar por dónde iba la cosa: no le bastaba lo que le había dado y le estaba dando, quería más. Pero yo aún tenía una carta bajo la manga, y no tardé en hacer uso de ella. Me dije: Dionelli, tu problema es afectivo, te buscas una novia y problema resuelto. Como si fuera tan fácil.

Al tercer año de universidad, con novia y todo, conocí a los dominicos y, pasado un tiempo, decidí hacer una experiencia con ellos -por supuesto, no sin la oposición de mi padre-. Al cabo de seis meses, lo vivido fue más que suficiente para quedarme. Luego vinieron los años de formación.

Después de estos años en al Orden, como si estuviera mirando un álbum de fotos, si alguien me preguntara cómo entiendo mi vocación, la describiría de la siguiente manera: Primero, gratuita, enteramente gratuita, no creo tener mayor mérito que el cotidiano esfuerzo, muchas veces imperfecto, de querer estar a la altura de las expectativas que Dios, la Orden y la gente tienen puestas en mi. Segundo, comunitaria, no me concibo viviendo sólo, de cura (alguno piensa que sí), no me imagino otro lugar mejor para realizar mi llamada que dentro de la vida consagrada y, dentro de ésta, como dominico. Tercero, definitivamente dominicana, ya lo decía fray Enrique andariego, ups perdón, Sariego: “dominicano, ¿por qué no dominico?” (les recuerdo que “dominicano” es un gentilicio en mi país). Creo que con su espiritualidad de encarnación y su carisma de predicación, la Orden de Predicadores sigue siendo, no mi única opción, pero sí la mejor opción, la que va más con mi modo de ser. Cuarto, la entiendo como un proceso dinámico, con sus luces y sus sombras, sus aciertos y desaciertos. Por eso decía que mi vocación es muy normalita, muy humana.

Muchas veces he tenido que perderme para poder encontrarme o, más bien, para ser encontrado; muchas veces he dejado de creer y he tenido que dejar que los demás –mis hermanos, los frailes, mis amigos, mis padres- crean por mí. En fin, me ha tocado vivir la “prodigalidad”, pero también, vivir la incomunicable alegría que se siente al fundirse en el abrazo de acogida de Dios, autor de mi vocación, y de tanta gente que me quiere. Por todo esto, puedo decir que no creo haber llegado, ni mucho menos haber alcanzado o conquistado algo, sólo sé que quiero estar en camino, que debo seguir creciendo como persona y como fraile. Quinto, así como vivo mi vocación con –los otros, también entiendo que es para los-otros. Con el paso del tiempo he ido comprendiendo que el protagonista de esta historia no soy yo, que no soy el centro. Dios lo es, que no soy más que un medio e instrumento del cual se sirve Dios para llegar a los hombres y mujeres de hoy; y saber esto, a mí me basta.

Hoy doy gracias a Dios por su llamada persistente y por confiar en mí. También, doy gracias a todas aquellas personas, verdaderas mediaciones de las que Dios se ha valido para traerme hasta aquí (hoy mi padre es el gran defensor de esta opción vida, ¿qué cosas no?). Gracias papi.