Pedro y Pablo, maestros de la Iglesia
Solemnidad de San Pedro y San Pablo
Acercarse a la figuras de Pedro y Pablo es acercarse a los orígenes de la fe cristiana y de la Iglesia. Pedro y Pablo son los dos grandes maestros de obra de la Iglesia. El ingeniero es Dios: el proyecta la obra, la lleva a cabo y la conduce; y los maestros de obra son los colaboradores, los que ejecutan con sus manos de la obra ingenieril. Sin el ingeniero no existe la obra, no hay proyecto, no hay salvación. Pero, sin los maestros de obra no hay traducción a lenguaje comprensible de lo que quiere decir el ingeniero.
El papel que jugaron Pedro y Pablo en los comienzos de la Iglesia primitiva fue un papel traductor. Jesús había sido para los primeros cristianos un acontecimiento, una persona con la cual se habían topado en el transcurso de sus vidas y les había hecho cambiar sus principios, sus relaciones, sus mundo..., en definitiva su vida.
Pedro y Pablo, con vidas diferentes y a veces encontradas, intentaron explicar y expresar quién era Jesús para ellos. Pedro se centró en el campo de los judíos, afinó su vivencia en palabras para poder predicarla a los judíos; y ello le conllevo el martirio. Pablo, en cambio, se centró en los paganos y para ello tuvo que poner en juego todas las capacidades que Dios le había dado. Ambos, con distintos recursos y con distintas formas, perseguían un único objetivo: predicar, anunciar, llevar la palabra que habían escuchado a sus contemporáneos. El porqué de este querer tan fuerte para ambos es porque en la Palabra de Dios se encuentra la Felicidad del ser humano. Ellos lo habían vivido y ellos querían compartirlo.
Pedro realizó una traducción al judaísmo del mensaje de Jesús. Podría parecer que la predicación de Pedro fuera más sencilla por ser sus destinatarios judíos, es decir, una religión de la cual Jesús es cumplimiento. Para el judío no habría, por tanto, conversión, sino simplemente continuación de lo dicho por la fe de Israel. Los escritos de la era apostólica nos ponen de relieve que no fue así. El judaísmo se resistió a creer que un hombre muerto en la cruz fuera el Mesías de Israel. Es lógico: ¿cómo va a morir el Hijo de Dios, el Ungido, el Mesías en una cruz, que era la muerte más indigna de todas en aquel tiempo? Para la mentalidad judía esto no tenía sentido.
Pablo, por su parte, hizo una traducción del mensaje del Jesús a los paganos, es decir, a los que creían en religiones totalmente distintas a la judía, o a los que no creían, o a los que creían en un filosofía superior... Por ello, el pagano en aquellos tiempos se debía de convertir, cambiar totalmente su mentalidad, su forma de ver la vida al encontrarse con el mensaje de Jesús por medio de Pablo. Pablo encontró dificultades en este campo; la más dura de todas: la burla. Los paganos se reían de él por el mensaje que predicaba. Es, también, lógico: ¿cómo la sabiduría, la belleza, la bondad, la justicia la da un hombre muerto en la cruz? ¡No tiene ni pies ni cabeza! ¡Es una necedad!
Hoy, en la solemnidad de los apóstoles Pedro y Pablo, la Palabra de Dios nos invita a ser traductores del mensaje de Jesús tal y como lo hicieron estos dos hombres. Quizás el contexto social en el que nos encontramos, nos invite más a mirar a Pablo, el cual hizo una predicación acomodada a su contexto, pero sin renunciar a los pilares de la fe cristiana. Pero quizás, también, podemos mirar a Pedro, el cual nos puede ayudar a volver a caldear los corazones de tantos hombres y mujeres que un día se bautizaron, pero que abandonaron.
Por ello, mirar a Pedro y a Pablo es siempre fuente de ideas para la predicación, único latir de nuestra vida. Pero no olvidemos nunca que la obra la dirige Dios.