Solemnidad de Pentecostés
Celebramos hoy la solemnidad de Pentecostés, día en que el Espíritu Santo descendió sobre los discípulos de Jesús. Las lecturas propuestas por la liturgia para esta solemnidad nos cuentan este hecho; nos relatan el momento decisivo en que los discípulos del Resucitado recibieron el Espíritu Santo para iniciar la misión que Él les encomendó de ir al mundo entero a proclamar la Buena Noticia.
En el libro de los Hechos de los Apóstoles, Lucas, narrando este acontecimiento, explica que estando todos los discípulos reunidos en el mismo lugar, de repente, vino del cielo un viento que soplaba fuertemente, y llenó toda la casa, y sobre cada uno se posaron lenguas como de fuego, quedando todos llenos del Espíritu Santo.
De este primer relato podemos subrayar una idea, que es la del viento que soplaba fuertemente. El “viento”, es una de las imágenes a las que recurre la Biblia para hablar del Espíritu divino. La palabra hebraica “Ruah” que es traducida al español como “espíritu”, “soplo”. Tiene una doble dimensión: viento y aliento. En el A.T. esta palabra se entiende como principio vital del hombre. Aplicado a la acción de Dios, “Ruah” significa la fuerza de vida que procede de Dios, y por la cual Él obra y hace obrar.
Este aliento divino, este Espíritu, nos cuenta Lucas en los Hechos, infundió Dios sobre los discípulos, llenándolos de vida, y poniéndoles en marcha para proclamar al mundo entero la experiencia que habían vivido. Así Jesús remata su obra con el sello del Espíritu.
El estruendo, el viento que sopla fuertemente, el fuego, las lenguas… han sido símbolos tradicionales para describir el acontecimiento del Pentecostés. Estos símbolos nos hablan con fuerza de que algo totalmente nuevo está brotando. El espíritu poderoso de Dios está irrumpiendo en el mundo para unir a la nueva humanidad dividida en una nueva comunidad, donde no haya distinción de lengua, pueblo, raza…, color, sino que todos formemos un solo pueblo, tengamos un mismo bautismo y recibamos un mismo Espíritu.
En el evangelio Juan nos cuenta que estando ellos en una casa con las puertas cerradas por miedo a los judíos, en eso entró Jesús y les entregó el Espíritu Santo mediante el símbolo del soplo y les dio su misión: “como el Padre me ha enviado, así también os envío yo; a quienes les perdoneis los pecados les quedan perdonados y a quienes se los retengáis les serán retenidos”.
De este relato subrayamos dos ideas: la primera es que Jesús sopló su aliento sobre ellos; y la segunda es que los envío al mundo a anunciar el Reino de Dios. En este relato vemos también que Juan usa el símbolo del soplo para expresar la acción del Espíritu Santo sobre los discípulos. Este soplo (Espíritu) de Jesús sobre los discípulos nos remite a Génesis 2,7, en donde podemos leer: “Entonces el Señor Dios formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz el aliento de vida; y fue el hombre un ser viviente”. por lo que podemos afirmar que el Espíritu está en nosotros, y nos guía desde dentro. Juan, con este símbolo (“sopló sobre los discípulos”) nos quiere indicar la nueva creación nacida por obra del Espíritu Santo. El mismo Espíritu que descendió sobre Jesús en el Bautismo, es el que descendió sobre los discípulos en Pentecostés. El mismo Espíritu que acompañó a Jesús durante su misión, acompaña ahora a sus discípulos.
Respecto al envío de los discípulos también constatamos otro de los efectos del Espíritu Santo. Recordemos un detalle que señala Juan en su relato: “los discípulos estaban en una casa con las puertas cerradas por miedo a los judíos”. Los discípulos saben que Jesús ha muerto y ha resucitado, pero tienen un miedo que los paraliza, están escondidos, «con las puertas cerradas». Les faltaba fe, como a nosotros. El miedo anula la capacidad de razonar y de decisión. Es ante todo una falta de confianza. ¿En qué o en quién? En este caso es falta de confianza en la Palabra de Jesús: “…os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, el Paráclito no vendrá a vosotros; pero si me voy, os lo enviaré”.
Cuando la Palabra de Jesús no es lo central en nuestra vida personal, familiar, comunitaria..., nuestra fe se va enfriando; nos falta alegría, paz, capacidad de perdón. Miramos a nuestro alrededor con desconfianza y con miedo. La resurrección de Jesús, sin duda, animó a los discípulos, pero el Espíritu fue el que les dio la valentía para abrir las puertas y salir alegres al mundo a proclamar la experiencia que ellos habían vivido.