Somos testigos de su grandeza

Fr. Ángel Luis Fariña Pérez
Fr. Ángel Luis Fariña Pérez
Convento Virgen de Atocha, Madrid
A la escucha no hay comentarios

La Transfiguración del Señor

¿Cuántas veces, en algún lugar, hemos experimentado algo relevante, que ha hecho olvidar nuestra realidad, y nos ha llevado a decir: “me quedaría aquí para toda la vida”? Seguro que nos ha pasado más de una vez. Y también, habremos experimentado el despertar de esas ensoñaciones, que nos ha puesto con los pies en la tierra. El misterio de la Transfiguración conlleva “subir al monte” y experimentar ese “me quedaría aquí”; pero también es “bajar del monte”, es decir, nuestro hoy y lo que significa. Lo que nos transmite el relato de la Transfiguración no sólo es la revelación de la gloria de Jesús; también es la preparación para encarar y afrontar la cruz cotidiana.


El autor de la 2ª carta de san Pedro dice de éste que, al ser testigo de la Transfiguración, ilumina la vida de los cristianos y mantiene viva la esperanza en ese Jesús transfigurado. En definitiva, en ese Jesús resucitado que debía venir para terminar con los sufrimientos de la humanidad. Con fuerza y credibilidad de profeta, no como los falsos, anunciaba los valores e identidad de la comunidad cristiana, cuyo significado estaba en la experiencia de la resurrección. Hacen falta estos profetas en nuestros días, verdaderos profetas cristianos en esta era de internet y de las telecomunicaciones, que pregonen a tiempo y a contratiempo “que hemos sido testigos presenciales de su grandeza” (2 Pe 1,16).


Si hay algo impresionante en la vida de Jesús es la serenidad con que se dirige a la muerte. Pero impresiona mucho más su seguridad de que el triunfo culminará su vida, porque esa muerte será pasajera. Por eso decide mostrar a los tres elegidos un “anticipo” de la resurrección. En el relato evangélico se destaca que mientras Jesús oraba, “su rostro cambió y sus vestidos refulgían de blanco” (Lc 9, 30). Ese resplandor no está sobre él, sino que sale de él: le pertenece. Esa luz le hace, aparentemente, tomar la forma de un hombre distinto y, sin embargo, es él. Por un momento desató al Dios que era y al que tenía disimulado y contenido en su humanidad. El evangelista Lucas desarrolla la escena dentro de un momento intenso de oración y por si esto fuera poco, junto al Señor se hacen presentes dos personajes: Moisés y Elías. Nada más y nada menos que quienes representan a la Ley y los Profetas. Su aparición resalta lo que dice la voz divina: quien está allí orando, “su Hijo, el Elegido” (Lc 9,35), sobresale más que los mismísimos Moisés y Elías, con todo lo que pudieran representar. Los discípulos fueron testigos de algo muy grande y que seguramente no se habrían imaginado nunca: La zarza ardiendo de la que tanto habían oído hablar estaba ante ellos. Pero la escena no termina aquí. Una mano en el hombro les hace reaccionar e indica que hay que “bajar” a la realidad, a la cotidianidad; hay que seguir ese camino que llevará al transfigurado a entregar la vida.


En nuestro mundo, con todo lo bueno que en él hay, vivimos con un Dios al que no percibimos con claridad; me atrevo a decir desfigurado. En ciertas ocasiones nos presentan a un Dios que reprime todo lo que nos agrada y sólo predica la mortificación. No tenemos un Dios que nos esclaviza; tenemos un Dios que baja del monte, donde se mostró tal cual es, para entregarse por amor; y lo hizo por todos y cada uno de nosotros sin dejar a nadie fuera, sin seleccionar. Los cristianos del siglo XXI tenemos que ser esas voces de profetas que griten al mundo que el Evangelio de Jesucristo no es una reliquia del pasado. Que la certeza de la existencia de un Dios que es justo y bueno es fruto de ese tesoro tan antiguo pero a la vez tan reciente que es la fe. Esa fe que es la que nos muestra ese rostro transfigurado de Cristo, que un día nos transfigurará a nosotros.