El sermón de Montesinos: en clave de dignidad
Ya decía Fr. Ceferino González –no le quedó otra que ser obispo y cardenal– que “la Orden de Predicadores ha puesto siempre más cuidado en hacer y ejecutar cosas grandes que en narrarlas”. Me propongo traer a la memoria la grandeza del sermón de Montesinos, lo que podría representar una prueba añadida (¡como si hicieran falta más!) de que no soy dominico cabal.
Corría el año 1511 y la conquista de América mostraba ya su rostro más cruel cuando Fr. Antonio de Montesinos puso voz al sermón del cuatro domingo de adviento escrito por todos sus hermanos de comunidad y firmado por cada uno de ellos. Dieciséis meses en la ciudad de Santo Domingo habían bastado para que aquella primera comunidad de dominicos en América, catalizada por Fr. Pedro de Córdoba, se hiciese cargo de las radical inhumanidad que el sistema colonial comportaba para los nativos de esta isla en la que escribo. Le denuncia no se hizo esperar:
“¿Con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan horrible servidumbre a estos indios? ¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes que estaban en sus tierras mansas y pacíficas, donde tan infinitas de ellas, con muertes y estragos nunca oídos, habéis consumido en sus enfermedades, que de los excesivos trabajos que les dais incurren y se os mueren y, por mejor decir, los matáis por sacar y adquirir oro cada día? (...) ¿Estos nos son hombres? ¿No tienen almas racionales? ¿No estáis obligados a amarlos como a vosotros mismos? ¿Esto no entendéis? ¿Esto no sentís? ¿Cómo estáis en tanta profundidad de sueño tan letárgico dormidos?”.
De nada sirvió la amenaza de deportación lanzada por las autoridades para que los frailes se desdijeran –muy al contrario, se reafirmaron–, pues valía para ellos la observación de San Juan Crisóstomo: “No hay nada que dé tanta libertad de palabra, nada que tanto ánimo infunda en los peligros, nada que haga a los hombres tan fuertes como el no poseer nada, el no llevar nada pegado a sí mismo”. Nada llevaban pegado a sí mismos, a no ser ese profundo estupor ante la dignidad de la persona humana que, como decía Juan Pablo II, se llama evangelio. Probablemente habrían sucumbido a las presiones si se hubiera tratado de inversionistas avispados, de funcionarios carreristas o de ideólogos de tres al cuarto, pero sólo eran frailes dominicos, y esta vez de los cabales.
Estoy convencido, en efecto, de que no hay forma de concebir el alma dominicana al margen de ese radical respeto hacia la dignidad de cada persona: en el genio legado por nuestros mayores late con firmeza y profundidad la convicción de que, siendo imagen de Dios (Gn. 1,27) y “única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo” (Gaudium et spes, 24), el ser humano es absolutamente valioso.
Sólo así, en clave de dignidad, puede entenderse, por ejemplo, que la Orden siempre haya querido evitar el autoritarismo de las decisiones centralizadas y que haya apostado por el diálogo y por un modo de gobierno democrático; y ya va para ocho largos siglos. O que no haya cundido en ella la desconfianza hacia la libertad personal, sabiendo abrir amplios espacios para el cultivo de los talentos propios, donde han podido crecer Francisco de Vitoria y Dominique Pire, Alberto Magno y Martín de Porres, Luis de Granada y Jerónimo Savonarola, Fra Angelico y Bartolomé de Las Casas... una magnífica polifonía. O que incumba a cada fraile joven “la primera responsabilidad de su propia formación”, como se establece en una de nuestras normas. O que éstas, según la Constitución fundamental, “no obliguen a culpa, para que los frailes las reciban sabiamente, «no como esclavos bajo la ley, sino como hombres libres bajo la gracia» (Regla de San Agustín)”. O también –last but not least–, que tantos de mis hermanos pongan toda la carne en el asador a la hora de hacer valer los derechos civiles, políticos y sociales en que la dignidad humana viene a adquirir hoy concreción.
Fue esa misma reverencia de la dignidad de cada persona que a un dominico recio le transpira por los poros la que tronó en el sermón de un cuarto domingo de adviento. El dolor de los oprimidos es siempre escuchado por Dios (Ex. 3,7). La memoria de la comunidad de Fr. Pedro de Córdoba nos emplaza a seguir escuchándolo también nosotros y a no dejar nunca de ponerle voz.