San Alberto Magno: sabiduría y verdad encarnadas
El pasado verano, tuve una de esas conversaciones con un conocido en las que intentas «arreglar el mundo». En esta ocasión, nos enfocamos en la Iglesia y coincidimos en que necesita ciertos ajustes. Hicimos un recorrido por las grandes figuras que, a lo largo de los siglos, han contribuido a su evolución y cuya influencia sigue siendo relevante hoy, tanto por su valor actual como por sus inspiradores testimonios. Naturalmente, me incliné por recordar figuras de nuestra Orden, cuyo legado considero especialmente valioso.
Comencé, como es lógico, por Santo Domingo, y le expliqué el contexto histórico en el que le tocó vivir. A partir de ahí, le expuse cómo Domingo transformó radicalmente su vida con la fundación de la Orden de Predicadores, dejando a sus seguidores un nuevo estilo de vivir y entender la Iglesia. Le mencioné también a san Alberto Magno, quien se identificó plenamente con esta forma de vida y, desde ella, aportó a la humanidad —y por ende, a la Iglesia— un legado de sabiduría y verdad fiel a la espiritualidad dominicana.
San Alberto buscó la verdad para dar a conocerla.
Recordando brevemente la vida de san Alberto, le expliqué cómo encarna a la perfección el carisma dominicano: la búsqueda de la verdad a través del estudio y la contemplación para luego proclamarla. Alberto ingresó en la Orden en 1223, inspirado por la predicación de Jordán de Sajonia, sucesor de santo Domingo, quien le dio el hábito dominicano. Llegó a ser elegido provincial, y posteriormente fue designado obispo por decisión de Roma, aunque tanto él como el Maestro de la Orden, Humberto de Romans, no estuvieron de acuerdo. Pasado un tiempo, renunció a ese cargo, retomando su vida dedicada al estudio y la predicación.
El conocimiento al servicio de la revelación de Dios.
Ahora bien, lo que destaca de mi conversación, y lo que pretendo subrayar en este escrito, no son tanto sus habilidades de gobierno, sino su profundo amor y dedicación a la búsqueda de la verdad y la sabiduría en todas las ciencias. San Alberto se distinguió por su erudición en teología y filosofía, comentando obras de la Sagrada Escritura y «atreviéndose» a reconciliar la enseñanza de Aristóteles con la teología cristiana. Esto le ocasionó varios problemas, especialmente cuando tuvo que defender a su alumno favorito, el ya fallecido fray Tomás de Aquino. A petición de sus hermanos, escribió un libro sobre física, en el cual tuvo que explicar lógica, matemáticas, astronomía, ética, economía, política y metafísica. Alberto incluso se aventuró en la química como filósofo especulativo.
La amplitud de los conocimientos de San Alberto sobre lo material y mecánico fue asombrosa para su época. Con el tiempo, a medida que los límites sociales y geográficos de la Edad Media se expandían, muchas ideas científicas debieron ser revisadas. En su afán por dar a concer la verdad, san Alberto ofreció conferencias como científico hasta que un derrame cerebral limitó su capacidad. Su obra se inscribe en las claves de su época: la urbanización de la sociedad europea, la reevangelización de la Europa cristiana y el desarrollo de la filosofía y teología en las universidades.
Su ejemplo nos enseña a enfrentar nuevos retos desde la fe.
Al finalizar la conversación, mi amigo me preguntó si todo eso tenía relación con mi vocación como fraile dominico. Al principio no supe qué responder, pero le dije sinceramente que, aunque tal vez nunca alcanzaremos la grandeza de figuras como san Alberto Magno, su legado nos sirve de base para ser frailes capaces de afrontar el futuro con esperanza y enfrentar nuevos retos. Además, le comenté que, al estudiar su vida y obra, reflexionar sobre ella y aplicar sus enseñanzas, podremos hacer los ajustes necesarios de los que hablaba al principio para «arreglar el mundo» empezando por nosotros mismos.