Filosofía: ¿por qué no?
Distraídos entre las cosas creemos caminar asentados. Lo cierto es que, no soportando el vacío, el mundo nos devuelve su mirada tranquilizadora. Nos agrada la foto fija y el paisaje estable, sin zozobra. Hay acontecimientos que nos perturban, dolores que nos consumen, pérdidas que hieren, pero el mundo mantiene su quietud.
La vida entera puede ser vivida así. ¡Qué sosiego! Mis pies están firmes y seguros. ¡Qué bien!, una vida estable, sedentaria.
Es la solidez de un edificio construido sin fisuras, compacto. Las cosas, el mundo, ser, están ahí. Son así. Da seguridad. Esa aparente consistencia es una encubridora, es cómplice secreto del miedo y la angustia, porque la solidez zozobra e, inevitablemente, da vértigo. Y, ¿cómo no?, buscamos desesperadamente escapar al vértigo y nos achatamos. Hay un daltonismo espiritual, una ceguera de la vida, que nos hace mezquinos.
¿Huir del vértigo? ¿Tan malo es que el suelo que sostiene mis pies se venga abajo? ¿Tan malo es no pisar y arraigar en tierra estable? No cabe duda: para algunos el ideal es la quietud. Pero vaya, ahí, adentro, hay una inquietud sorda, amordazada, que no deja de incomodar. A veces, es apremiante: hay que partir. Esas cosas, tan ciertas, tan sólidas, tan atractivas, tan duras a veces, al cabo, son intrascendentes. Trasteamos, nos divertimos, nos hieren, pero no estamos enteramente y sin resquicio volcados al mundo. Hay como un hiato, un intervalo mínimo: ¿es un disgusto?, ¿es ese no que proclama nuestra entraña?, ¿es un recuerdo?, ¿es un a dónde se va?
Hay algo por descubrir: no es lo mismo tener certezas que vivir sentido. La certeza puede fundarse en el engranaje. El sentido es el aire que alienta.
¿Cómo nace esa inquietud, esa imposibilidad de arraigarse? Quizá la muerte, quizá tanto sufrimiento, quizá una nostalgia infinita… La realidad, ahí, tiende a coagularse, a solidificarse, a consolidarnos, pero una fluidez indominada interrumpe la trama y, ¿por qué no? en este “día nocturno” amanece otra aurora. Hay que dejarse interrumpir no por las cosas, sino por ese surgir, por el mismo surgir.
Quien no decapita el pensamiento escucha otra voz y se deja invadir por un color distinto y, a lo mejor, le alcanza suavemente una ola que llega de la otra orilla. Deja, deja que llegue esa ola de la otra orilla que nutre nuestra tierra, dura e irredenta.
No detenerse. Nunca, nunca, hay meta. Senderos inexistentes se abren explorándolos. Aires nuevos que inspiran cuerpos y vidas. No hay que agarrarse tanto a la raíz. Almas nómadas.
Buscamos la trastienda de las cosas y, ¿qué vamos a hacer?, tropezamos con otra trastienda. Así sin límite. Excavamos debajo del cimiento y tropezamos con otro cimiento. Así, sin límite. ¿Otro? ¿No será siempre la monotonía de lo mismo?
¿Hay que preguntarse por qué buscar un cimiento? Es mejor, incomparablemente mejor, vivir en lo abierto y respirar un aire diferente. ¿Caminar errantes? ¿Por qué no? Es la aventura del sentido: sin objeto conocido ni plan programado. Ir hacia… hacia no se sabe dónde: es la gratuidad misma de la vida.
Un sentido nunca domesticado, un pensar nuevo, una escucha vigilante, inquieta. ¿Inquietud?, ¿Surgimiento? Viene intempestivamente de los otros, rostros, no máscaras, rostros desnudos, que reclaman respuesta en esta tierra hecha de sobornos. No hay cimiento en el que instalarnos, pero siempre estamos en cuestión. Vivir humanamente es responder en un instante que no se aplaza.
Quizá mañana hablemos de la pregunta y la respuesta.