Navidad: misterio de la ternura de Dios

Fr. Moisés Pérez Marcos
Fr. Moisés Pérez Marcos
Convento Virgen de Atocha, Madrid

 

La Navidad es para casi todo el mundo una fiesta conocida. Cuando pensamos en Navidad nos viene a la mente un período de descanso, en el que el trabajo o los estudios nos darán unos días de tregua. La Navidad es también un tiempo para compartir con la familia, para ver, quizá, a personas que habitualmente no podemos ver. Navidad es una estrategia comercial cada vez más temprana: las tiendas y los comercios se engalanan, ponen alfombras y adornos en sus puertas, llenan las calles de luces de colores… Los expertos dicen que todo esto favorece el consumo.


Cada persona vive la navidad de un modo diferente. Hay quienes se alegran en cuanto empiezan a otear los primeros síntomas de su llegada, y hay quienes sienten encima un peso atroz. Unos mantienen el semblante alegre y esos días parece que hasta cambian su comportamiento: son más afables y amigables. Otros al revés: parece que esas fechas les sientan mal, a veces porque no se llevan todo lo bien que quisieran con las personas con las que van a tener que compartir la mesa esos días, otras veces porque les entristece demasiado pensar en aquéllos con los que les gustaría compartir las fiestas y ya no están entre nosotros. Para bien o para mal, la Navidad es el nombre de esa época del año que no deja indiferente a nadie. Todos se posicionan ante la navidad, para bien o para mal, de una manera u otra.


Más allá del merecido descanso, más allá del compartir con la familia, más allá del reclamo publicitario y los regalos, más allá de los sentimientos y las emociones que nos embargan a cada uno… Más allá de todo esto, ¿qué queda de la Navidad? ¿Qué es la Navidad? ¿Cómo podríamos aprender a vivirla conforme a su espíritu originario?


La Navidad, en su sentido primero, es un acontecimiento inimaginable y subversivo. Inimaginable, porque es difícil comprender que el Dios todopoderoso que ha creado el cielo, la tierra y cuanto contienen esté ahora Él mismo, débil y necesitado de los demás, contenido en unos pañales. Subversivo, porque ese acontecimiento viene a invertir los valores habituales del mundo, poniéndolo todo patas arriba. La encarnación del Verbo, su nacimiento en un pesebre, sigue la admirable lógica de Dios que trastoca la lógica del mundo. Como canta María en el Magníficat, cuando va a visitar a su prima Isabel, el Dios de la Navidad dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos (Lc 1, 51-53).


La Navidad, en su sentido primero, es un acontecimiento, si bien se piensa, extraño, que debe movernos a adoptar las actitudes contrarias a las que habitualmente adoptamos. La Navidad, para ser vivida, exige una preparación para lo inesperado, una aceptación en nuestras vidas de lo subversivo.


Hay que preparar lo inesperado en el silencio, porque es ahí donde habla la Palabra que debe ser oída en Navidad. Más allá del ruido de los preparativos, los reclamos publicitarios o las cenas de empresa, más allá de nuestros propios sentimientos y emociones, más allá de lo que habitualmente esperaríamos… más allá de todo eso, cuando ponemos todo eso en silencio, hay un silencio fértil en el que es pronunciada la palabra que debe ser escuchada en Navidad. Como escribió san Juan de la Cruz, “Una palabra habló el Padre, que fue su Hijo, y ésta habla siempre en eterno silencio, y en silencio ha de ser oída”.


Hay que aceptar lo subversivo, tener en cuenta los modos nuevos que la Navidad nos enseña: según Dios, el poder supremo se ejerce en la impotencia, la riqueza máxima es despojarse de todo, la libertad encuentra su plenitud en la entrega amorosa por los demás, la palabra más viva y fértil es la que se pronuncia en el silencio y desde él… La Navidad enseña a buscar a Dios no en manifestaciones de poder y coerción, sino en un niño necesitado y lloroso cuyo nacimiento es anunciado con la mayor alegría a unos pastores pobres. Hemos de aprender a ver esas manifestaciones de lo divino: las que acontecen en la debilidad, no en lo que se impone sino en lo que llora, no en el resplandor del oro sino en la tersa piel de un niño recién nacido, a cuyo lado todo el oro del mundo es nada. Así procede habitualmente Dios: tiernamente. Sólo si aprendemos a ver y a apreciar la ternura seremos capaces de sentir y ver a Dios en nuestras vidas.


Quizá te estés preguntando por tu vocación religiosa. Busca esta Navidad ese silencio fértil, deja que nazca en él el llanto de un niño. Quizá no entiendas ese llanto, pero es el del mismo Dios que te llama. Ve a Él como fueron los pastores. Pon a sus pies toda tu pobreza. Acepta lo subversivo: Él cambiará tu vida, la pondrá patas arriba, la transformará completamente para que seas feliz, más aún, para que seas bienaventurado. Encontrarás así la plenitud humana: Dios tiene reservada para ti una felicidad aún mayor y mejor que cualquier cosa que ahora seas capaz de imaginar.

¡Ojalá puedas vivir ese nacimiento! ¡Feliz Navidad!