Pascua de Resurrección: la experiencia de lo nuevo
Un fraile de mi convento contaba el otro día una historia fascinante. En su pueblo, el día de Pascua, cuando en la iglesia comenzaban a sonar las campanas, las personas se asomaban a las ventanas y salían a las puertas de las casas y tiraban a la calle, rompiéndolos contra el suelo, los botijos ya usados. No lo hacían porque se hubiesen vuelto locos al escuchar el repique de campanas a día de fiesta. Al parecer la razón práctica era que, con el tiempo, los poros del barro cocido del que están hechos los botijos se obturaban, impidiendo que el agua se conservase rica y fresca. Además el gesto tenía, evidentemente, un claro valor simbólico. En el hecho precioso de todo un pueblo rompiendo sus viejos botijos el día de Pascua podemos ver la expresión de una verdad profunda de la que nos habla la resurrección: la irrupción de lo diferente, de lo nuevo, de la vida.
La resurrección siempre es en nuestra experiencia algo nuevo. Lo viejo termina, caduca, no porque sea viejo, sino porque ya no sirve. Aquí lo viejo no es lo que tiene más edad, sino lo obsoleto, lo que no nos permite ya crecer, lo que nos ata, lo que nos encadena. Es posible que nuestros viejos botijos nos hayan servido bien durante un tiempo, pero ¿qué pasa cuando el agua que nos ofrecen ya no refresca nuestras gargantas ni nos quita la sed? La resurrección es también frescor, vitalidad. Frente a todo lo que mata, frente todo aquello que nos arrebata la luz y la vida, la resurrección significa luz y vida nueva en abundancia.
En muchos ámbitos de nuestra vida ocurre como con los botijos. A veces estamos por inercia sujetos a determinadas conductas o modos de pensar y comportarnos que no ayudan a que nuestro mundo sea un mundo mejor para todos. Nuestro sistema económico global, sustentado en nuestras costumbres consumistas, genera en el mundo una gran desigualdad. Jamás el planeta tierra conoció tantos millones de personas hambrientas. A pesar de todo lo que hemos avanzado, acudimos con facilidad a la guerra para solucionar nuestros problemas: nuestros gobernantes no tienen grandes inconvenientes a la hora de bombardear países, con tal de que ello nos beneficie económicamente (o con tal de que beneficie económicamente a algunos). El desastre nuclear de Japón, la situación terrible por la que están pasando sus gentes, está poniendo de manifiesto que nuestro tren de vida se fundamenta en falsas seguridades. El consumo energético desmesurado parece hablarnos de una situación que será difícil de sostener durante mucho tiempo. No sabemos aún cuáles serán las repercusiones del calentamiento global que el ser humano está generando, pero si no se toman medidas cuanto antes, los augurios no son nada buenos. Muchas cosas dentro de la Iglesia católica parecen a veces esclerotizadas: la situación de la mujer sigue siendo vergonzosa (hay lugares donde está peor, ciertamente) y a veces uno no ve sino gestos duros, caras largas y palabras de condena. ¿Hasta cuándo vamos a seguir con nuestros viejos botijos?
Creer en la resurrección, experimentarla, es también trabajar conforme al futuro que en ella se nos muestra. La resurrección indica que la manera en la que Jesús de Nazaret se enfrentaba a la vida es la manera de conseguir un mundo mejor. Nuestra obligación como cristianos es trabajar para que surja lo nuevo, para que la vida nueva se abra camino en todas las circunstancias, sociales y personales, de todo el mundo. La resurrección nos enseña que el destino del ser humano es la felicidad. Sabiendo que al fin la victoria es nuestra, sabiendo que el mal y la muerte no tienen la última palabra, hemos de arriesgarnos, hemos de salir a la calle, asomarnos a la ventana y romper de una vez los viejos botijos. ¿Qué impide que ahora mismo creemos un mundo más justo? ¿Por qué no estiramos la mano y tocamos la gloria?
Cuando somos capaces de crear algo nuevo y sugerente, algo que transforma la realidad en una realidad mejor, más justa, más bella, entonces, hemos experimentado la resurrección. Cuando nos libramos de las cadenas que nos atan a nosotros mismos, a nuestro terruño, a nuestros intereses y salimos hacia el otro, lo consideramos en su dignidad, cuando compartimos vida porque la damos y no la guardamos solamente para nosotros, entonces, hemos experimentado la resurrección. Cuando creamos estructuras sociales más justas, menos violentas, donde cada vez hay menos opresores y oprimidos y más hermanos, entonces, hemos experimentado la resurrección. Cuando conseguimos mantener una relación respetuosa con la naturaleza, sabiendo ver en ella no solamente aquello útil que necesitamos para sobrevivir, sino además un don espiritual de belleza inagotable, entonces, hemos experimentado la resurrección.
La resurrección es todo eso y mucho más, porque es también lo inesperado que transforma, lo no planeado que enriquece nuestras vidas, la sorpresa inagotable del misterio de la existencia, que crea nuevas formas y momentos, nuevas experiencias y situaciones. Cristo ha resucitado, por lo que todo nuestro tiempo es tiempo de gracia, ocasión para dar un paso más hacia la nueva vida. La luz ha venido ya al mundo: si la acogemos, serán entonces los cielos nuevos y la tierra nueva. En el día de Pascua, ¡rompamos los viejos botijos!