Viernes Santo: Las últimas palabras de Cristo

Fr. Ángel Luis Fariña Pérez
Fr. Ángel Luis Fariña Pérez
Convento Virgen de Atocha, Madrid
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Viernes Santo

Nuestra fe tiene que ver con la vida, con el nacimiento de un niño y con la victoria sobre la muerte. Naturalmente, ello pasa necesariamente por el viernes santo. Ante el horror de la muerte del Hijo de Dios y su escandaloso absurdo, ¿qué podemos decir? El viernes santo parece marcar el fin de las palabras.

I
“PERDÓNALES PORQUE NO SABEN LO QUE HACEN”

(Lc 23,34)

La primera palabra es de perdón. El perdón antecede a la crucifixión, antecede a los insultos y a la muerte. El perdón es siempre lo primero. Tal vez no seríamos capaces de soportar el relato de la pasión de Cristo, de no comenzar por el perdón. Antes siquiera de haber pecado, somos perdonados. No tenemos que ganárnoslo. Ni siquiera tenemos que decir “lo siento”. El perdón está ahí, esperándonos.

Jesús en este momento de oración no ora por sí mismo, se olvida de sí mismo. Hubiera podido implorar ser quitado de la cruz, o que la muerte llegara cuanto antes. Hubiera podido suplicar por su madre o sus amigos a los que dejaba solos; por la continuidad de su obra que abandonaba en tan débiles manos. Hubiera podido mendigar ser comprendido por sus enemigos. Pero en su oración no había ni el más lejano tinte de egoísmo. Pedía, sí, por sus enemigos, pero ni siquiera que ellos le comprendieran, sino que fueran perdonados.

En realidad no hacía otra cosa que poner en práctica lo que tantas veces había predicado: “Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persiguen” (Mt 5,44) “Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odien” (Lc 6,27-35) Jesús aprovechó sus últimos momentos de vida, para realizar esa oración, ese amor.

II
“HOY ESTARÁS CONMIGO EN EL PARAÍSO”

(Lc 23,43)

El viernes santo, dos días antes de resucitar de entre los muertos, Jesús hace esta asombrosa declaración de que hoy el buen ladrón estará con él en el Paraíso. Podemos apreciar que Dios tiene un sentido del tiempo diferente del nuestro. Dios nos perdona antes siquiera de que hayamos pecado y Jesús promete llevar a este ladrón al Paraíso antes incluso de que él mismo haya sido resucitado de entre los muertos. Esto es así porque Dios vive en el Hoy de la eternidad. La eternidad no es lo que sucede al final de los tiempos, después de que hayamos muerto. Cada vez que amamos y que perdonamos, ponemos un pie en la eternidad, que es la vida de Dios.

En el diálogo con el ladrón, Jesús no hacía otra cosa que cumplir promesas hechas mucho antes: “A quien me confiese ante los hombres, lo confesaré yo ante mi Padre que está en los cielos” (Mt 10,32)
En aquel buen ladrón había algo que salva: apertura de corazón, humildad, fe. Más breve: amor. El verdadero premio que Jesús promete al buen ladrón no está en la palabra paraíso, sino en la palabra conmigo. Porque estar con Cristo es exactamente estar ya en el paraíso. Dice santo Tomás de Aquino:
“El buen ladrón en cuanto a recompensa, puede decir que ya está en el paraíso, porque ya ha empezado a disfrutar de la divinidad de Cristo”.

III
“MUJER, HE AHÍ A TU HIJO…HE AHÍ A TU MADRE”

(Jn 19,26-27)

Jesús en la cruz, hizo mucho más que preocuparse por el futuro material de su madre, dejando en manos del discípulo su cuidado. La importancia del momento, el juego de las frases bastarían para descubrirnos que estamos ante una realidad más honda. En el discípulo está representada la humanidad, a quien se le da una madre espiritual. Ese es el gran legado que Jesús concede desde la cruz a la humanidad. Esa es la gran tarea, que a la hora de la verdad, se encomienda a María: aceptar igual que lo había hecho hacía más o menos treinta años, cuando su “fiat” era una entrega total en las manos de la voluntad de Dios. María recibe como hijos de su alma a los que le arrebatan a su primogénito.

En esta escena todos los esfuerzos de Jesús por formar una pequeña comunidad parecen haber fracasado. Y entonces, en el momento de mayor oscuridad, vemos a esta comunidad naciendo a los pies de la cruz. No es una comunidad cualquiera, es nuestra comunidad. Jesús no llama a María “madre”, le dice “mujer”. Esta mujer es la madre de todos aquellos que viven por la fe.

IV
“¡DIOS MÍO, DIOS MÍO! ¿POR QUÉ ME HAS ABANDONADO?”

(Mc 15,34)

¿Por qué gritó? ¿Por qué grita ahora? ¿Por qué grita cuando ya sólo falta lo más fácil: terminar de morir?
La clave es que, en ese momento, Jesús estaba llevando a la meta la redención, en ese momento asumió todas las miserias de la humanidad.
“Cristo nos rescató de la maldición de la ley haciéndose por nosotros maldición; porque está escrito: Maldito el hombre que pende del madero” (Gál 3,13)

Las tres primeras palabras de Jesús han puesto de relieve que incluso en este momento más sombrío algo estaba germinando en la cruz. Nos han mostrado el perdón, la felicidad y el nacimiento de la comunidad. Pero ahora, aparecen estas palabras de absoluta desolación. Aunque aquí no tenemos tan sólo un grito de dolor y de soledad. Este grito de Jesús no es desesperación, sino oración.

V
“TENGO SED”

(Jn 19,28)

Esta es su palabra más radicalmente humana. Es la prueba definitiva de que está muriendo, de una muerte verdadera, de que en la cruz hay un hombre no un fantasma. ¿Pero no es esta la sed de justicia que él mismo aludió en la Bienaventuranzas? Dios viene a nosotros bajo la forma de una persona sedienta que desea algo que nosotros tenemos para dar. La relación de Dios con la creación es la relación de un don. Dios desea hacer amistad con nosotros y la amistad implica siempre igualdad. Aquél que nos lo da todo nos invita a la amistad pidiéndonos un don a cambio, algo que podamos tener para darle. Por encima de todo nos quiere a nosotros.

VI
“TODO ESTÁ CONSUMADO”

(Jn 19,30)

Ahora puede concluir que “todo está cumplido” (Jn 19,30). Su cansada cabeza repasa el abanico de profecías que sobre él se hicieron y comprueba que no queda ninguna por realizar. Ya puede volverse serenamente a su Padre, cuya lejanía parece superada.

Al comienzo de la última cena, San Juan nos dice que: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1)

Las palabras de Jesús nos invitan a seguir buscando el amor de una forma perfecta. Alcanzaremos esta plenitud del amor por fin y al fin. De hecho, cada una de estas palabras de Jesús nos muestran los sucesivos pasos en la profundización de la manifestación de su amor por nosotros.

El amor perfecto es posible y lo vemos en la cruz. Si comenzamos a amar, en ese caso el amor perfecto de Dios puede habitar en nuestros amores frágiles y limitados. San Agustín nos dice: “¿Has empezado a amar? Dios ha empezado a morar en ti”.
Si aceptamos amar a la otra persona tal y como es, sin quejarnos ni culpabilizar, el amor perfecto de Dios hará su morada en nosotros.

 

VII
“PADRE, EN TUS MANOS ENCOMIENDO MI ESPÍRITU”

(Lc 23,46)

Sí, ya sólo faltaba morir, despedirse del mundo, encomendarse al Padre, morir. Es muy sencillo.
Frente a él, la ciudad por la que ha llorado, los hombres por los que muere, la tierra por la que ha caminado. Jesús muere tranquilo: sabe bien dónde pone su cabeza, acabó su combate, es hora de descansar.
Ahora lo devuelve todo al Padre. Nos confía a todos nosotros, con nuestros miedos y esperanzas, de vuelta a las manos de Dios. Este es el acto de confianza suprema.

Las siete últimas palabras de Jesús desembocan en la nueva creación del domingo de Pascua.
San Ambrosio de Milán veía en Jesús yaciendo en la cruz la culminación del descanso de Dios en el séptimo día de la creación. Ahora Jesús descansa en nosotros, tras finalizar la labor de su pasión.

(…) Hizo al hombre y a continuación encontró descanso, una vez teniendo a alguien cuyos pecados pudiera perdonar.
Así pues, nos ha dado una imagen simbólica de la pasión del Señor que todavía estaba por venir (…) Él, el Creador, descansó. Honor y gloria a Dios, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.
(San Ambrosio)