«Es necesario saber decir adiós»: la itinerancia apostólica (2.ª parte)
“Las personas que pasan por nuestra vida nunca se van solas… dejan un poco de sí y llevan un poco de nosotros” (Cartonista Henfil)
Creamos lazos y vínculos afectivos con otros frailes y con feligreses en cuanto vivimos en una comunidad con la cual nos identificamos, así como en los trabajos pastorales que vamos desarrollando a lo largo de la vida. Sin embargo, llega un cierto momento en que nuestra visión se embota y ya no conseguimos ofrecer o aportar algo de nuevo donde estamos. Es siempre vital para el religioso tener en cuenta de dónde ha venido y adónde quiere llegar, cuál es su meta. Es importante siempre estar en camino, que significa lo mismo que estar en búsqueda. Con los ojos fijos en la meta, correr, como bien dijo san Pablo, como buenos atletas: hacia Cristo. Sin olvidar que, por analogía, esta carrera se parece más a un maratón que a una carrera de cien metros. En un maratón es necesario saber mantener una velocidad constante desde el comienzo, para completar los más de cuarenta kilómetros. Si se empieza con mucha velocidad, uno se cansará pronto, y se corre el riesgo de abandonar la meta. Si se empieza con muy poca velocidad, quedará el último, solo, y se corre el riesgo de olvidarse de cuál era la meta.
La itinerancia apostólica posibilita una libertad muy grande tanto para el fraile predicador como para la comunidad donde él realiza sus trabajos. Para el fraile, porque con el pasar del tiempo el trabajo que realiza va perdiendo su eficiencia y eficacia. Su visión sobre la realidad que le circunda se va quedando oscurecida. Entre tanto, su tarea es la de sembrar, aunque no siempre cosechará los laureles de una labor disciplinada, dedicada y, consecuentemente, victoriosa: «Yo planté, Apolo regó; pero fue Dios quien dio el crecimiento» (1Cor 3, 6).
Claro que todos los cambios, de una manera u otra, provocan cierto sufrimiento, desinstalación, desolación, desventura. Es mucho más cómodo, conveniente y connivente permanecer siempre en el mismo lugar. Además, somos seres rituales. Nos hace bien marcar el transcurso de los tiempos. Dividimos lo cotidiano en ciclos. Lanzamos sobre lo cotidiano de nuestras vidas ritos de reconciliación que nos dan seguridad o que expresan el carácter universal de una fe probada por la razón. Que podemos memorizarla. Con ello, peligramos en endurecernos. Con nuestras tareas, con nuestros modos de hacer, no aceptando muchos cambios. Con nuestras visiones cerradas de mundo.
Para mí, el ser cristiano consiste en esto: un salir de sí constante en búsqueda del otro para juntos encontrar a Dios y, consecuentemente, encontrarse consigo mismo. Es una osada y constante aventura. Ojalá que cuando volvamos un día a los lugares donde anduvimos, las personas que ahí se encuentren ya no se acuerden más de nosotros. Quizás sea el sí del ministerio que alguna vez ejercimos. Así habremos cumplido nuestra misión, de ser siervos inútiles, que solo hacen lo que les toca hacer (cf. Lc 17,10). En búsqueda de nuevos horizontes, hemos escogido ser nuevos «Juanes Bautistas»: Parare Vias Domini.
«… llegar y partir… son solo dos lados del mismo viaje… el tren que llega es el mismo tren de la salida… la hora del encuentro es también de despedida, la plataforma de esta estación es la vida de este lugar mío, es la vida de este lugar mío… es la vida».
(Maria Rita)