La predicación de la Orden de Predicadores
Hablar de predicación en la Orden de Predicadores es hablar de su esencia, es hablar de aquello para lo que fuimos fundados, es hablar de nuestra misión y es hablar de nuestra vocación. Como dice nuestra constitución fundamental: “Aquel que incesantemente fecunda la Iglesia con nuevos hijos, queriendo asemejar los tiempos actuales a los primitivos y propagar la fe católica, os inspiró el piadoso deseo de abrazar la pobreza y profesar la vida regular para consagraros a la predicación de la Palabra de Dios, propagando por el mundo el nombre de nuestro Señor Jesucristo”
Cuando me pongo a escribir esta pequeña reflexión acabo de ver un imagen del Obispo Raúl Vera, dominico, en la que aparece éste con la boca tapada con un pañuelo y la pregunta “¿dónde están?” acompañada del siguiente texto: "Les agradecemos la fortaleza con la que están enfrentando el Estado Mexicano, la firmeza con la que exigen que localicen vivos a sus seres queridos y que juzgue a los criminales. Mientras las autoridades no encuentren a nuestros familiares desparecidos y juzguen a quienes perpetraron estos crímenes, no creeremos en sus promesas de justicia."
Y es que predicar es anunciar la Buena Noticia del Evangelio. Como dice el relato de pentecostés es “hablar las maravillas de Dios” (Hch 2,11) y es luchar porque esa buena noticia se haga realidad en todos los hombres y mujeres de nuestro mundo. Por este motivo hemos de predicar con la palabra y hemos de predicar con la vida, con el testimonio. Estas dos dimensiones han de estar íntimamente unidas. Si nuestra palabra no se ve refrendada por nuestra vida en vez de testimonio podemos ser antitestimonio en medio de nuestra sociedad.
Siempre cuando hablo de predicación me viene a la cabeza el siguiente texto de Lucas: "El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviada para proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar el año de gracia del Señor” (Lc 4, 18-19) Este texto, fundamental en mi vocación y en mi predicación, me habla de cómo ha de ser nuestra predicación.
La predicación ha de ser liberadora, sanadora. No puede basarse en un Dios que castiga, sino en el Dios de Jesús que pasó por la vida haciendo el bien y curando a los oprimidos por el mal, que dio vida a todas las personas que se acercaron a él; tiene que basarse en el Dios de Jesús que se entregó y murió por denunciar todo lo que iba contra el ser humano, contra el hombre y la mujer, fuera el poder político, económico o religioso; en el Dios de Jesús que ofreció caminos de humanización a todos los que caminaban por él.
Por este motivo, ha de ser una predicación que nazca de la escucha de la Palabra y de la escucha a los hombres y mujeres de hoy. Nuestra predicación tiene que estar encarnada en nuestra realidad y partir de la escucha de nuestro mundo, de sus riquezas y pobrezas, de sus capacidades y limitaciones, de sus alegrías y sufrimientos. Sólo desde esta escucha podremos poner una palabra, la Palabra en medio de nuestra realidad. Sólo desde esta escucha podremos ir a las necesidades de todos los seres humanos y dar una respuesta.
Y por último, otro aspecto importante de nuestra predicación es la comunidad. Nuestra predicación no es individual es comunitaria. Es la comunidad la que nos envía a la predicación, a la misión de anunciar la Buena Noticia: nosotros participamos de la misión de la comunidad. Pero no sólo es eso, la misma comunidad ha de ser predicadora. Es la comunidad, la que con su misma vida, ha de ser testigo y dar testimonio del evangelio en medio de nuestro mundo. Para ello tenemos el modelo de las primeras comunidades cristianas: “Se mantenían constantes en la enseñanza de los apóstoles, en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones. Todos los creyentes estaban de acuerdo y tenían todo en común; vendían sus posesiones y sus bienes y lo repartían entre todos, según la necesidad de cada uno. Acudían diariamente al templo con perseverancia y un mismo espíritu, partían el pan en las casas y tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón, alabando a Dios y gozando de la simpatía de todo el pueblo.” (Hch 2, 42.44-47)