Compasión: solidaridad sin condiciones.

La compasión es uno de los más profundos sentimientos identificativos del ser humano, no reducible a la melifluidez de ciertas actitudes. No es que sea extraña a la dulzura, no, sino que su ímpetu es provocado por la semejanza, que lleva a vibrar al unísono, a identificarse, con gozosa complicidad. Por naturaleza es reivindicativa de fidelidad, sensible a la lástima y deseo de aliviar frente a la desgracia, que la estimulan, más, no parecen sean sus agentes generativos. Hay todo un proceso previo de sublime descendimiento/acogimiento en lo íntimo, lo concreto (Ex 3, 8; 2Co 8, 9; Flp 2, 6ss), sorprendente y fascinante, que se hace descriptible y saboreable, por la práctica de la solidaridad, que es donde reside toda su fuerza seductora. No se impone, sino que se descubre con fuerza inusitada, irresistible, que invita a la empatía, a la entrega como realización de la propia identidad. Digamos, que la compasión es la cara visible de lo santo que nos cuestiona.

Probablemente, la primera expresión reveladora de la compasión -acción deliberativa de Aquel que nos amó primero (1Jn 4, 10)-, la encontremos al comienzo de la Escritura (Gn 1, 26ss), manifestándose como relacional, determinante de dignidad y alianza, de manera que, sin encuentro y reconocimiento con y de los otros, es como si estuviésemos en un callejón sin salida, sin acicate de referente, lo cual puede generar un profundo sin sentido, soledad y alarmante decepción. Afortunadamente, lo extraordinario de Dios discurre y luce en lo ordinario, de ahí que difícilmente se pueda acceder a Él (elohîm) sin relación con los otros, que son la expresión viva y palpable de su compasión y presencia.

El salmista es más expeditivo, haciéndose eco del proceso de liberación (Ex 34, 6ss), presenta la compasión íntimamente ligada a la solidaridad, la bondad y la justicia (Sal 102, 8; Sal 114, 5) que, por sí mismas, hacen humanas las relaciones entre semejantes, sin excluir al resto de las criaturas (Gn 1, 28ss). El judeocristiano Santiago también lo testimonia así (St 5, 11). La Buena Noticia, el Evangelio, Jesús de Nazaret, no es sino la compasión de Dios hecha carne (Jn 1, 14), de ahí que de manera reiterativa reclame solidaridad frente a sacrificio (Mt 9, 13; 12, 7; Os 6, 6). La compasión es la túnica del discípulo.

La compasión en los términos señalados, como experiencia vital que fortalece y hace madurar, suele acontecer cuando alguien, de repente y con sorpresa, sale al encuentro, te espabila y desinstala. Anhela, busca la empatía. Este suceso es reminiscente del lugar y ambiente donde la Compasión quiso revelarse como llamada de atención y respuesta determinantes, que no preferencial, ubicándose en lo inhóspito (pesebre) y entre los excluidos (pastores), cf. Lc 2, 6-12. Curiosamente, los primeros discípulos llamados por el Señor fueron pescadores, tenidos por despreciables y malolientes por las gentes de su tiempo, sospechosos de impureza (en todos los puertos de mar hay burdeles). La dinámica de la compasión es vibrar al unísono, sin menoscabo de las diferencias, del orden que fueren.

Como frailes dominicos: ¿qué hacer?, ¿cómo responder? Lo primero, tener claro que no somos empleados de una empresa especializada en doctrina, sino entusiastas y urgidos por el llamado a la fraternidad y amistad que propone el Señor (Mt 23 8; Jn 15, 14). El fraile dominico, entiendo, está llamado a intimar y reflexionar la Palabra, al menos de dos en dos, por arriesgado que pueda parecer, es decir a orarla y estudiarla, compartiéndola, para dejarse empapar por ella, pero no sólo desde la capilla o/y un laboratorio, sino, fundamentalmente, ubicándose donde la Palabra clama y ha querido revelarse como Compasión, si no queremos correr el riesgo de que esa Palabra se difumine, escriba con minúscula y la predicación se reduzca a reflexiones de escuela, haciendo de la compasión beneficencia. Es el reto del seguimiento, de esa alternativa incompatible con cualquier sistema que genere intocables y excluidos.

Más aún, el fraile dominico, enraizando entre los que el Señor se ubicó, ha de generar comunidad entre y con aquellos que estimulan a la compasión y la demandan como reclamo, como exigencia de la compasión misma, para responder a la justicia y recuperar dignidad. En tiempo de crisis -que no es biológica y de vocaciones, como se pretende-, para remontarla, insisto, hay que volver a Galilea, tierra de pobres y adversidad, donde la compasión inició su testimonio (Mc 1, 14; Mt, 4, 12-17; Lc 4, 14-15), [al decir de Pedro: «la cosa empezó en Galilea» (Hch 10, 37)], y alcanzó su manifestación plena: «Él va por delante de vosotros a Galilea. Allí lo veréis, como os dijo» (Mc 16, 7 // Mt 29, 7; Lc 24, 6). Este es, entiendo yo, el verdadero asunto del Dios compasivo y solidario (Sal 102), ajeno a cualquier clase de agresividad (Jl 2, 13; Jon 4, 2) y distingos (Hch 10, 34-35).

Ahora bien, la comunidad no es un modo de vivir para instalarse, como si fuéramos okupas cualificados o los distinguidos del barrio, ni se genera a base de remiendos (Mt 4, 21; Mc 2, 21; Lc 5, 36), sino que surge por seducción y atractivo deseo de estar juntos, compartiendo y excitando afecto, respeto y admiración (Mc 3, 14). No se puede programar todo de antemano, porque una comunidad viva es, por dinámica propia, creativa y sorprendente por el diálogo, la complicidad y empatía de los que la integran, elabora todos los días. Este, creo yo, es el reto, el motivo por el que merece la pena dejarlo todo. Viene a ser algo así como la compasión buscada, encontrada y compartida (Mt 28, 20; Jn 14, 26), una permanente acción de gracias que tiene su culmen, como memorial, en la Eucaristía.