Los frailes de la pasión
Ser dominico es ser «espacio seguro» donde relacionarte con Dios en familiaridad.
Al pensar en los dominicos, fácilmente encontramos palabras como estudio, predicación, contemplación, oración, comunidad, filósofos y teólogos… En base a esto, se ha llegado a verter una imagen estereotipada que nos retrata como fríos, intelectualistas, ambiciosos, puntillosos inquisidores, ajenos a la realidad del hombre, de la Iglesia y del mundo. Sin embargo, puedo afirmar que la realidad que conozco es bien distinta. En las siguientes líneas no pretendo apologizar; sólo quiero hacer un recorrido por los diferentes dominicos que me he ido encontrando y que me han ido mostrando, matiz a matiz, el rostro concreto de la Orden de Predicadores y de la Familia Dominicana.
Efectivamente, me he ido encontrando con los frailes de la Verdad, frailes orantes, predicadores y estudiosos, frailes que viven en comunidad. Pero he ido descubriendo en ellos algo más profundo, una fuerza que los mueve: la pasión. Frailes, monjas, seglares… apasionados por la Verdad, en constante búsqueda de la misma. Dominicos enamorados de Cristo, que cuidan su oración y su estudio, que lo predican con gran pasión y son capaces de contagiarla a quienes los escuchan. Hombres y mujeres que viven en comunidad implicados en las mismas, comprometiéndose a formar una auténtica familia dentro de la gran familia humana. Personas frágiles -como yo- pero apasionadas en el ideal que Domingo nos inició.
Durante mi proceso de conocimiento de la Orden voy descubriendo en ella a los frailes de la Verdad, de la predicación, del estudio; frailes honestos, comprometidos, compasivos… pero, sobre todo, apasionados.
Mi primer contacto con la Orden fue a través de las monjas, en el Monasterio de Santa Ana en Murcia. Su pausada oración en el coro, su saludo siempre sonriente, los atentos saludos en el torno y las largas conversaciones en el locutorio -en las que recorremos desde el suelo hasta el cielo, deteniéndonos en toda clase de niveles intermedios-, su atención auténticamente maternal con la que reciben y dialogan con todos cuantos se acercan a hablar con ellas tras una celebración, etc. En ellas conocí y conozco esa pasión por Dios y por la humanidad que incendió a Domingo y que le llevaba a poner todo su empeño tanto en el coro como en el camino (o en el caso de ellas, siendo “posada” en el camino para muchos).
En torno a las monjas dominicas, comencé a conocer también a los frailes. Recuerdo con gran cariño a un joven hermano que frecuentemente podías encontrar en la -bellísima- iglesia de las monjas, preparando bodas con las parejas: desde lo lejos veía ese blanco hábito, su sonrisa y su sencillo y jovial saber estar que, con el tiempo, descubro que son para mí testimonio y semilla de lo que vivo hoy. (Desde aquí, un abrazo al cielo para fr. Francisco Pujante)
Con el tiempo, al iniciar los estudios universitarios, entré a formar parte de la Archicofradía del Rosario, radicada en el mencionado monasterio y asociada a la Orden de Predicadores. Se fortaleció la relación con las monjas, con los frailes, con seglares dominicos y otros hermanos cofrades que conformábamos una variopinta y hermosa familia en aquel dominicano rincón de Murcia. En ella pude vivir, compartir y expresar juntos el amor por la Virgen a través del Rosario (que, desde pequeño, gracias a mi abuela y a mi parroquia aprendí a apreciar) y de una viva, elocuente y profunda religiosidad popular. Pude seguir conociendo a más frailes, especialmente los que venían a predicar en octubre; por ellos aprendí que la predicación no es sólo una homilía preparada con esmero y pronunciada con fervor, sino el compartir, el convivir y el sentir con aquellos que te encuentras allá donde vas. Ser dominico es ser hermano, ser uno más, ser «espacio seguro» donde relacionarte con Dios en familiaridad.
Entre tanto, en la Universidad de Murcia cursé el Grado en Historia del Arte. ¡Qué decir de las predicaciones pintadas de fra Angélico o Maíno (entre otros)! Ante sus obras siento que comunican una manera peculiar de acercarse al Misterio, resultado de ese contemplar y dar a los demás lo contemplado. Su arte es predicación no porque narre los episodios de la Historia Sagrada, sino porque mueve a involucrarse en ellos, porque comunican la inmensa belleza de Dios. Y para mí, el arte de estos hijos de Domingo ha sido fermento de vocación predicadora.
Pero no solo ayer: también he encontrado una Orden, unos hermanos, que buscan -con sinceridad, optimismo y muchas ganas- espacios para dialogar hoy con la cultura, el arte, la literatura… En definitiva, es pasión por el encuentro y diálogo con el hombre a través de sus más hondas y sinceras expresiones.
Este proceso se nutre de rostros que se encuentran en el Rostro de Cristo.
Desde el curso pasado, en el prenoviciado, y en el noviciado actualmente, sigo profundizando en la realidad de esta Orden apasionada y apasionante. Puedo decir con franqueza que este proceso -tanto para mí como para cualquier hermano mío- se nutre no sólo de libros, documentos y otros escritos, sino, especialmente, de personas concretas: de rostros que se encuentran en el Rostro de Cristo, de vidas encontradas en su Vida, de corazones que se van modelando conforme al Suyo. Personas en ocasiones profundamente diferentes, pero reunidas en comunión y armonía en un mismo ideal, movidas por una misma pasión: Dios y la salvación de las almas.
Llegado aquí, no puedo más que dar gracias a Dios por el regalo de pertenecer a la Orden de Predicadores y a la Familia Dominicana. Gracias por las vidas de tantos frailes, monjas, religiosas, laicos y sacerdotes que, al modo de Domingo, extienden tu Palabra hasta las fronteras de la existencia: en las misiones, en parroquias, colegios, universidades, obras sociales, movimiento juvenil, diálogo fe-cultura, justicia y paz… Gracias por aquellos con los que me identifico mejor, y gracias por aquellos que me cuestan más. Gracias por la armonía en que nos unes, por la que nos congregas y nos conformas como una sola familia dentro de la gran familia de la Iglesia y de la enorme familia de la humanidad.
Gracias, gracias, gracias.