Un encuentro con Dios y con Domingo
«Cuan insoldables son sus designios e inescrutables sus caminos»
«Nunca seré religioso». Esa fue una de las afirmaciones que hice antes de conocer a los dominicos. De niño, aspiraba a ser ingeniero civil como mi tío.
Hice mi primer acercamiento a la Iglesia como monaguillo por recomendación de mis catequistas, pero la abandoné después de hacer la Primera Comunión. Volví a acercarme una segunda vez gracias a mi madre. El nuevo punto de partida fue un retiro vocacional, después del cual decidí entrar en el seminario. Hasta ese momento, sólo había conocido a los curas diocesanos. El contacto con los religiosos me resultaba difícil entonces.
Después de estudiar filosofía en el seminario, empecé a reconsiderar mi vocación: ya no me veía como un aspirante al sacerdocio. Dejé el seminario para ir a la universidad. Estando allí, me di cuenta de que mi vida no era plena, me faltaba algo. Como ya estaba convencido de que no lo conseguiría, no le conté a nadie sobre mi sed. Tres años más tarde, recibí una llamada telefónica desde Valencia (España) de un dominico guineano que, sin que yo le hubiera mencionado que había sido seminarista, me invitaba a conocer la comunidad por recomendación de otro hermano fraile.
Al principio, no hice caso de ello porque toda mi atención estaba centrada en mis estudios universitarios. Pero después de esta llamada del hermano fr. Jesús Nguema, llegué a conocer a los frailes dominicos en Guinea Ecuatorial. De ellos, me sedujo su cercanía, su sencillez y su capacidad de escucha. Me sentí muy acogido y querido por ellos, y gracias a ellos volví a sonreír. En este nuevo encuentro, me di cuenta de que Dios me estaba preparando para el camino que ahora estoy siguiendo. Resuena en mí lo que dijo Pablo en su carta a los Romanos: «Cuan insoldables son sus designios e inescrutables sus caminos» (Rom, 11,33). Todo lo que Dios hace es bueno. De esta experiencia, aprendí la necesidad de que haya personas que ayuden a orientar los cambios en nuestras vidas con los ojos de la fe.
Un prejuicio que yo tenía era el de vivir con gente a la que le gusta estudiar. Me preguntaba «¿qué hacía allí?». Pero el hecho de ver a hombres cultos viviendo con tal sencillez me cambió la vida. Empecé a ver la comunidad como algo sustancial para mi propia vida. A través del contacto con la misión que llevan los frailes dominicos en mi país, me di cuenta de que el estudio dentro de la Orden Dominicana no tiene como meta una simple acumulación de títulos, sino que es un elemento de nuestra vida integrado en la misión, o como dice nuestro hermano el Aquinate: contemplari et contemplata aliis tradere (contemplar y dar a los demás el fruto de lo contemplado).
Santo Domingo: un hombre de Dios; un santo de su tiempo, y también del nuestro
La comunidad es el lugar donde damos forma a nuestra vocación. En ella, los hermanos me ayudan a ir descubriendo a Dios y a conocerme a mí mismo, con mis debilidades y mis virtudes. Aportar a la comunidad lo que soy es mi esfuerzo diario. Durante el año de noviciado, otra sorpresa para mí fue el encuentro con Nuestro Padre santo Domingo: un hombre de Dios; un santo de su tiempo, y también del nuestro; una prueba fehaciente de que seguir a Jesús también significa ser muy humano.
Un don y una oportunidad
Si hacemos memoria de las veces que hemos recibido regalos, veremos que la actitud que desplegamos en esos momentos es de gratitud. Para mí, la vida de fraile dominico es una oportunidad y un regalo de Dios. Reconozco que no tengo nada que no haya recibido de Dios, que no hay que envanecerse (cf. 1 Cor 4,7). Hoy leo mi vida en el salmo 117: «Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia». Un imperativo que me viene a la mente muy a menudo es: Vivir la vida saboreando el presente con gratitud y humildad. Creo que es una gracia —una bendición— el descubrir que nuestra vida es una historia de amor con Dios. Para mí, ser dominico es una oportunidad y un regalo de Dios. Siento que es mi vocación, y quiero vivirla con alegría cada día.