El amor hace nuevo el mundo

Fr. Moisés Pérez Marcos
Fr. Moisés Pérez Marcos
Convento Virgen de Atocha, Madrid
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3º Domingo de Pascua

La horrible muerte del Maestro en una cruz debió dejar a los discípulos desolados. A pesar de los avisos de Jesús sobre cuál sería su muerte, sus seguidores continuaban aún esperando algo diferente. Seguían esperando la acción triunfal de un Dios poderoso que, desde fuera, viniese a arreglar las cosas. Pero no ocurrió así. La muerte en cruz de Jesús supuso una decepción enorme. Los discípulos volvieron a retomar su antigua vida, pensando quizá que se habían equivocado al depositar su fe en aquel hombre de Nazaret, que hablaba como ningún hombre había hablado antes.

Pero las cosas no quedaron ahí. Los discípulos se reencontraron con Jesús, experimentaron que seguía vivo, se dieron cuenta de que Dios lo había resucitado de entre los muertos. Esto significaba que la horrible muerte en cruz ya no podía ser concebida como un fracaso o como una victoria del mal y de la muerte. Paradójicamente, en la cruz Jesús había vencido al pecado y a la muerte, dando así comienzo a una nueva humanidad, a una humanidad mejor. La forma de vivir de Jesús, su manera de comportarse ante sí mismo, ante Dios y ante los demás seres humanos, quedaba refrendada positivamente por el Padre. Los discípulos experimentaron que, de un modo que trasciende toda explicación racional, en el misterio de la vida, la muerte y la resurrección de Jesús, ellos podían encontrar el sentido, la esperanza, las fuerzas para llevar una vida plena y entregada a los demás. La cruz, un objeto en principio horrible, pasó a significar, paradójicamente, la expresión máxima del amor: el instrumento de una ejecución pasó a ser el símbolo de la gloria.

Lo que había pasado con Jesús era lo que las Escrituras decían sobre el Mesías. Aceptar a Jesús como Mesías significaba aceptar un Mesías diferente a lo que algunos esperaban. El triunfo de Dios sobre la muerte ya no era una batalla en la que unos aplastarían a otros, sino la humilde entrega de un hombre –el mismo Dios encarnado– al servicio de sus hermanos. La liberación no era ya el resultado de una revuelta violenta contra el poder de un Imperio, sino la transformación del corazón humano como primer paso para la transformación de la humanidad entera.

Transformar el corazón humano es más difícil que derrocar un imperio. Pero la experiencia de la resurrección obrada por el Espíritu en el creyente, tiene la capacidad de, si se colabora con ella, hacer grandes cambios en la vida de las personas. La primera carta de Juan habla de “guardar los mandamientos” o “guardar la Palabra” de Jesús como distintivo de los cristianos. Juan no se refiere a un cumplimiento de normas que nos hayan sido dadas desde fuera, sino a la capacidad transformadora del amor, que actúa desde dentro. Como cristianos hemos de cultivar la experiencia del Espíritu, colaborar con ella en nuestro proceso de transformación hacia una vida más santa, más plena.

La Orden de Predicadores es uno de los muchos posibles caminos para cultivar esa experiencia, para transformar nuestro propio corazón y poner los frutos de dicha transformación al servicio del mundo. Así, podemos aportar nuestro pequeño grano de arena en el intento de que todo sea un poco mejor. Probablemente no veremos cosas espectaculares, pues nuestro Dios no actúa desde el ruido que se hace notar, sino desde el silencio desapercibido. Pero si acostumbramos nuestra mirada a ver la novedad que hay latente en lo pequeño, en lo cotidiano, en lo desapercibido, estaremos en disposición de comprender el modo como obra el amor, que siendo pequeño como la semilla es potencialmente todos los bosques de la tierra.