El Señor perdona tu pecado (Domingo XI del T.O.)
Dos dimensiones tiene el pecado, profundamente dañinas. Una lo que otros sufren con nuestros actos, la primera, la principal. Otra lo que el pecado mismo nos daña a nosotros dejando un poso de tristeza, de frustración, de amargura, de malcontento con nosotros mismos.
La primera, la principal, el daño a otros, a veces cuesta mucho repararlo. No un costar de esfuerzo o de vergüenza. Hay que intentarlo, como se pueda, siempre, del modo que sea. Sino un costar porque el pecado tiene tentáculos y garras y vida más allá de nosotros mismos, y a veces se escapa a nuestra propia capacidad de actuación.
La otra, la amargura del corazón que se sabe pecador… ¿Quién puede sanarla? ¿Quién traerá la paz a un corazón herido? ¿Dónde está la capacidad de sanar, curar, salvar, abrazar de tal modo que se borre el daño y la pena y el odio y la amargura? Por eso sorprende tanto que Jesús sea capaz… por eso sorprende a los que le escuchan perdonar… Pero sabemos que su autoridad no es suya. Con sus actos, con su ternura, con su cariño, con su escucha y su acogida, se trasluce, se revela el mismo Dios amando, sanando, curando, perdonando… eso vieron y sintieron quienes se acogían con fe a él, quien sin nada que perder se acerca y le baña los pies con lágrimas y perfume, las lágrimas de la angustia, del remordimiento, de la propia consideración de ser pecador…
Pero también hay quien no sabe acogerse a ese perdón, quien no es capaz de sentir, experimentar, recoger el amor que se le brinda. Jesús hoy le dice al fariseo que él no le beso, ni le lavó los pies, ni le ungió con perfume… No sería habitual hacer eso a cada invitado, así que nos hablará de otra cosa… del no acoger con amor -con el amor que desde la esperanza se hace fe…- el mensaje de amor, de no saber mirar ni ver a Jesús... ni saberse mirar uno por dentro. ¿Por qué? ¿Por qué el fariseo no es capaz de acoger el amor de Jesús?
Pues me parece a mí que por algo en lo que podemos vernos todos: porque no nos sabemos pecadores. Nosotros, como el fariseo, cercano seguro a aquel que en el templo oraba diciendo que el cumplía con la fe, no estafaba ni robaba ni hacía daño, no somos pecadores extremos cierto, pero no por eso dejamos de fallar cada día, en lo pequeño, demasiadas veces…
El Fariseo se piensa justo. Pero es también pecador. Jesús en su pequeña parábola encajada en el texto, habla de un prestamista que tenía dos deudores… Uno de mucho, otro de poco… pero también deudor. El fariseo, como nuestro mundo, ha desterrado de su universo mental la idea del pecado, porque lo tiene asimilado a grandes delitos. Ve la viga de otros, no la propia… aunque sea una pequeña.
La pecadora se sabe necesitada de perdón. El fariseo no se siente necesitado de perdón y eso le lleva al desprecio del otro. El problema de pensarse justo, es que con demasiada frecuencia nos lleva a despreciar al que tenemos por injusto.
La pecadora… ¿qué pecado tendría? nada se dice, probablemente porque ya no interesa tanto el daño hecho a terceros, como el daño que se infringe a sí misma, y eso quizás nos habla de cómo Dios no se centra tanto en el pecado, sino en las consecuencias de este, el dolor y el sufrimiento y la amargura que pueden acabar con una persona, y eso es lo que sana Dios. Y lo sana para que podamos buscar cómo reparar el daño de terceros… como diría santo Tomás, el pecado es aquello que nos daña a nosotros mismos también… El caso es que la pecadora sabe que el perdón no se gana, se pide. El perdón no se merece, se ruega. Con amor, ternura y cariño busca ser perdonada. El pecado se lava con perfume y lágrimas, arrepentimiento y obras por cambiar. Sólo con amor se vence el pecado.
Por eso sentencia Jesús que el que mucho ama, mucho será perdonado. Por eso dice también, dándole la vuelta, que al que poco se le perdona, es porque poco ama. El que no pide perdón, el que se piensa que no necesita perdón, se le perdona poco, porque en el fondo ama poco, sólo se ama a sí mismo, a su propia idea de sí, a su concepción de sí mismo como justo.
Y el pecado. ¿Qué es? Suelo decir yo en la celebración de la eucaristía, que es todo lo que nos separa de Dios, lo que nos separa de los demás y lo que nos separa de nosotros mismos. No sabemos cuál sería el pecado de esta mujer, pero sí sabemos cuál es el del Fariseo: separarse, distanciarse, colocarse por encima… de esa mujer, de los demás, del mismo Dios… y separarse también de sí mismo, de su propio y verdadero yo…
¿Quién puede unir lo roto? ¿Quién será capaz de reconstruir lo separado? ¿Quién sino el mismo Dios? Por eso Jesús tiene la autoridad para perdonar, porque es capaz de unir, sanar, recomponer, reconstruir lo que estaba separado… Unir a los hombres con Dios, en sí mismo y en su palabra; unir a los hombres entre sí con su mensaje de amor por el Reino; y unir al hombre consigo mismo, en la verdad del perdón y del amor.