María Magdalena y la liberación de la mujer

Fr. Moisés Pérez Marcos
Fr. Moisés Pérez Marcos
Convento Virgen de Atocha, Madrid
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El día 22 de julio la Orden de Predicadores celebra a María Magdalena como protectora. A la base de esta fiesta está el hecho de que María Magdalena fue la primera persona, según las Escrituras, que vio a Jesús resucitado. Esto la convierte, para algunos, en la primera cristiana en un sentido pleno. Ya desde san Agustín se dice de ella que es apostola apostolorum, apóstol de los apóstoles, por haber recibido la primera el encargo de Jesús de anunciar a los hermanos el acontecimiento de la resurrección. Y como tal celebra su fiesta la liturgia bizantina. De ella escribió fray Humberto de Romans, segundo sucesor de Santo Domingo como Maestro de la Orden: «Después que Magdalena se convirtió a penitencia, el Señor le concedió tantas gracias, que no hay mujer en el mundo, después de la bienaventurada Virgen, a quien se le haya mostrado mayor veneración y se la crea con mayor gloria en el cielo».

María Magdalena es para todo creyente un ejemplo del poder transformador que puede actuar en las personas cuando se acoge a Jesús, cuando se intenta vivir siguiéndole, un ejemplo de conversión, de vocación. María debió encontrarse con Jesús en un momento de su vida en el que se hallaba destrozada, rota, emocional, física y espiritualmente. Podemos interpretar así la noticia de que habían salido de ella siete demonios. El encuentro con Jesús fue para ella curativo, sanador, liberador. Hemos de imaginar a una mujer enferma, despreciada por la sociedad de su época, marginada tanto social como religiosamente. Hemos de imaginar a Jesús que se acerca a ella, la coge, la eleva, la cura, la restaura emocional, psíquica y religiosamente. ¿Cómo? Acogiéndola, aceptándola, sin juzgarla, ofreciéndole su estilo de vida, respetando su dignidad, su libertad, amándola.

Sabemos que Jesús tuvo con las mujeres de su época un comportamiento extraordinario, fuera de lo común. Él respetaba a las mujeres, veía en ellas una dignidad igual a la del varón: las tenía por discípulas, le seguían, igual que los varones. La Iglesia en su desarrollo histórico posterior no siempre conservó estas actitudes. Al experimentar el necesario proceso de institucionalización, las mujeres dentro de la Iglesia pasaron a ocupar el lugar que ocupaban en la sociedad mediterránea de la época. Una posición que las mantenía sometidas al mundo de los varones, marginadas del ámbito religioso, político, de la educación (siempre hubo excepciones, claro está). Esa situación de sometimiento, de inferioridad, de marginación, se mantiene en gran medida en nuestros días. ¡Pero ya es hora de decir basta!

A veces oímos a líderes y mandatarios de nuestras iglesias quejarse amargamente de que los cristianos no deben amoldarse al mundo, no deben vivir con los valores del mundo. Y tienen razón. Pero no amoldarse al mundo no es negar el cambio necesario de pensamientos, de estructuras, de maneras y modos de decir y hacer las cosas. No amoldarse al mundo es no sucumbir a lo que en el mundo, a lo que en la propia Iglesia hay de maligno, de divisor, de marginador, de reprobable. La discriminación de la mujer es una de esas cosas reprobables, a las que la Iglesia se rindió allá por el siglo IV. ¡Y ya está bien! Si queremos defender la igual dignidad entre mujeres y varones hemos de comenzar por poner las cosas bien en nuestra casa. De lo contrario, ¿de qué modo podríamos ser creíbles? No es solamente una cuestión de márquetin, es una cuestión de coherencia vital. Si queremos seguir a Jesús hemos de asumir sus actitudes, librar las mismas batallas que él libró. La liberación de la mujer, como la de todo ser humano, es sin lugar a dudas una de esas batallas.

María Magdalena es para nosotros un ejemplo de vocación. Primero se encontró con el Señor, fue liberada, y desde su libertad, se hizo misionera, apóstol de los apóstoles, predicadora de la gracia que a ella le había sanado: puso su vida al servicio de la causa del Reino que predicaba Jesús, de una sociedad más justa, más fraterna, en la que ya no hay diferencias entre unos y otros en dignidad ni derechos, porque como dice el magnífico texto paulino de la carta a los Gálatas, ya no hay judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hay ya más varón y mujer, porque todos somos uno en Cristo.