«Porque la vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma» (Fiesta de los Fieles Difuntos)

   Esta frase perteneciente a la liturgia de hoy, nos está dando testimonio acerca de dos dogmas de la fe cristiana: la Resurrección y la fe en el más allá. Este contenido que podríamos llamar metafísico, ultraterreno, es un componente que nos encontramos en todas las religiones del mundo. Todas ellas, en su oferta de salvación nos ofrecen una esperanza, una promesa de que la vida de aquellos que vivieron, sigue más allá de la muerte. Que la vida, la verdadera vida, no se puede acabar con la muerte. Y en esto, precisamente, en dónde san Agustín veía nuestra llamada a la inmortalidad. Si somos organismo hechos con una determinada duración en la tierra ¿Por qué me tengo que revelar ante lo que parece mi «natural» destino? ¿Por qué he de suspirar por algo que me es imposible alcanzar?

   Precisamente, en la concreción de la fe cristiana, la fe en la Resurrección es un tema central. Ya lo dice san Pablo: «si no creemos que Cristo ha resucitado, vana es nuestra Fe» (1 Corintios 15, 14). Por lo tanto, desde la Fe se nos hace esta afirmación contundente: Cristo ha resucitado. Pero también debemos contemplar la otra afirmación que lleva asociada: que si Él ha recucitado, nosotros también resucitaremos. (Rm 8, 11; cf. 1 Ts 4, 14; 1 Co 6, 14; 2 Co 4, 14; Flp 3, 10-11). Incluso el Catecismo de la Iglesia Católica es tajante en este punto (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 991). Así dice citando a Tertuliano: La resurrección de los muertos es esperanza de los cristianos; somos cristianos por creer en ella. Además, es increíblemente sorprendente pensar hasta qué punto el mismo Cristo, por la Encarnación, se ha hecho solidario con la raza humana, que la ha asociado también a su Resurrección. Y esto es original de la fe cristiana, ningún dios se hace tan solidario con los hombres como el Dios de Jesús de Nazareth.

   Después de todo esto, vayámonos a las palabras con las que comenzábamos esta reflexión: ...porque la vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma...(Nuevo Misal del Vaticano II, prefacio I de difuntos). Una de las grandes objeciones a la fe en un dios, y sobre todo a un Dios personal y bueno, es el sufrimiento de los más débiles. Y éste es un punto fuerte con el que se debe encontrar nuestra fe, tarde o temprano: el sufrimiento del débil, nuestro sufrimiento silencioso. Si realmente hay Dios en el Cielo, ¿Qué pasa con todos aquellos seres inocentes que sufren y mueren? ¿Qué pasa con todas esas personas, que siendo buenas de corazón tienen enfermedades y mueren irremediablemente? ¿Qué pasa con el sufrimiento que experimentamos y del que nadie se da cuenta? Estas son todas las preguntas que llevan asociada la objeción a un Dios bueno. Pero he aquí que la Fe en Jesús de Nazareth nos dice: es que la vida de los justos no se acaba, se transforma; es que el sufrimiento de los inocentes no acaba con ellos, Dios los escucha.

   Y esta es la conclusión y la lección que podemos sacar con esta fiesta, en la que celebramos a todos los fieles difuntos. Todos aquellos, los conozcamos o no. Todos aquellos que murieron y no fueron relevantes para nadie, son importantes para Dios. Dios se acuerda y escucha el sufrimiento, muerte, de incluso, la más pequeña de sus criaturas. Y no los entrega al olvido de las víctimas de la Historia sino que los sienta a su lado en el Reino eterno. Dios los restituye, los restaura, para secar cada una de las lágrimas que tuvieron en vida. Para consolar todas y cada una de la penas por las que murieron. Allí llegaremos un día nosotros; y comprenderemos cómo de unidos y de iguales somos todo el género humano.