San Pablo: Una experiencia para nosotros

Fiesta de la conversión de San Pablo

La existencia cristiana en su totalidad no se entiende sin hacer referencia a ese proceso dinámico llamado “metanoia” (conversión) o bien, a ese ‘revestirse del hombre nuevo’ en palabras de Pablo, mediante el cual el creyente inicia un camino de configuración con Cristo. Aquí considero el término conversión, no en el sentido estrecho de un mero salir de una situación de pecado, sino más bien, como una llamada radical a un cambio de mentalidad, cambio de rumbo y sobre todo, a una manera nueva de ver la realidad que viene dada por el encuentro con Cristo, que todo lo renueva y transforma. La auténtica conversión es aquella que no se reduce a una mera experiencia intimista, sino que tiende a exteriorizarse y explicitarse a través de actos que reflejan un cambio radical de la persona en su modo de relacionarse con Dios, con las demás personas, y con el mundo.

Teniendo en cuenta lo dicho, estamos en condición de captar el sentido y la significación de la fiesta que hoy celebramos. En orden a iluminar nuestro camino de conversión personal y comunitario, la Iglesia suele presentarnos narraciones, detrás de las cuales hay personas concretas, historias que son algo así como ‘modelos de referencia’ para nosotros hoy. Dentro de ellas destaca la de San Pablo. Si decimos que la experiencia de conversión todo lo recrea, todo lo transforma, todo lo renueva, en muy pocas personas, se hace esto realidad como en la vida del apóstol Pablo.

Es mucho lo que se ha escrito –y seguro que se seguirá escribiendo- sobre la conversión de Pablo, tratando de explicar lo que realmente le sucedió cuando, según Lucas, hacía el trayecto de Jerusalén a Damasco persiguiendo a los cristianos. Más allá de la historicidad o no del hecho en sí mismo, quisiera más bien fijarme en el significado profundo del mismo, primero para Pablo y luego para nosotros. 

De camino a Damasco sucedió lo inaudito, lo nunca explicado. Brilló en el cielo un deslumbrante resplandor de luz. Las cabalgaduras se encabritaron y se retiraron a un lado. Después Saulo yacía en el suelo, ciego. Tras la mirada y el breve diálogo con Jesús resucitado, brotó en él como una fuente de ocultas profundidades, un torrente de luz: ¡La luz de la fe había nacido para él! Era el nacimiento de una vida. Era una completa recapitulación del entendimiento y de la voluntad, la muralla de su corazón que había levantado contra Dios quedaba destruida y ya Saulo (a partir de ahora Pablo) jamás volvería a ser el mismo. De temido y encarnizado perseguidor de los cristianos pasó a ser el más celoso defensor del evangelio de Jesucristo. Si leemos el relato (más bien los relatos) de la conversión de Pablo, nos damos cuenta que sigue el esquema típico de otros tantos relatos de vocación: iniciativa de Dios (Él es quien sale al encuentro, quien ama primero) y la respuesta o asentimiento personal: “¿quién eres Señor? ¿Qué he de hacer?”(Hech 22,10) respetando así la libertad de la persona. Otro aspecto interesante es la lectura simbólica que puede hacerse de los hechos narrados. La ‘ceguera’ es un símbolo de una autosuficiencia, que cree verlo todo y en realidad no ve nada. Otro símbolo es la ‘caída’, de Pablo que quiso caer de las propias alturas y certezas mentales que hasta ese momento fundamentaban su pensamiento y su actuar.

Pero ¿cómo entendió Pablo aquella experiencia? Sus cartas nos dan algunas noticias o indicios de ello. Al igual que los profetas del A.T., Pablo leyó y entendió su vocación en clave profética, (Gal, 1,15s). Por pura gracia de Dios, se sintió separado para una misión en concreto: ser apóstol (enviado) de los gentiles. Asimismo, Pablo, entendiendo que su llamada era puro don gratuito, quiso ejercer su ministerio (su servicio) apostólico de manera gratuita, totalmente desinteresada. Y, de hecho, parece que así fue, de otra forma no se entendería los continuos conflictos que esta opción le acarreo a lo largo de su ministerio.

Otra posible clave de interpretación es la mística. Por expresiones tales como: “no vivo yo, es Cristo que vive en mí” (Gal 2,20) o bien “yo fui alcanzado/atrapado por Cristo Jesús” (Flp 3,12), podríamos decir que nos encontramos ante el fundamento místico de la vocación de San Pablo.

Al final, todo ello hizo de Pablo el gran apóstol de la gentilidad: infatigable predicador, defensor fervoroso del evangelio, de perspectivas universales, creador de consensos. Y, por qué no decirlo, inspirador de nuevas relaciones comunitarias –hasta donde su realidad cultural le permitió- más allá de las diferencias raciales, sociales y de género. Pablo entendió que estás etiquetas humanas, tras las que se solapan tantas injusticias, ante Cristo desaparecen totalmente (Gal 3,28). Sólo Cristo es capaz de obrar esto en nosotros, y así lo vivió y experimentó Pablo.

Creo que la conversión de San Pablo, nos sugiere cosas, que pueden ser un punto de referencia para nosotros. Al igual que Pablo, nuestra vida está envuelta en nuestro personal dinamismo de conversión. Si como hemos dicho, la conversión todo lo transforma, todo lo renueva y, lo más importante, abre caminos a la esperanza. Para permitirnos soñar un nuevo modo de vivir y de existir en Dios. Para soñar un nuevo mundo de relaciones entre las personas, fundamentado ya no sobre la base de la injusticia, la insolidaridad, el egoísmo o la autosuficiencia, el afán de lucro y el poder, sino sobre la base del respeto, la justicia, la escucha y la apertura a Dios.

En definitiva, un mundo en el cual podamos sentarnos juntos a la misma mesa, partir el pan y mirarnos los unos a los otros –sin miramientos ni etiquetas convencionales-, entonces, definitivamente, la experiencia de conversión de Pablo, alienta y posibilita en nosotros este sueño.