Se levantó y se puso en camino

Nos encontramos ante el IV Domingo de Adviento. Dentro de unos días nos encontraremos en Navidad. Con este clima de cercanía el Evangelio nos presenta, ya en esta actitud de urgentes preparativos, a María. Y la encontramos en camino, de viaje. No es, por lo tanto, un Evangelio estático, es un Evangelio en movimiento. Es el movimiento de Dios, es Él el que empuja la escena y quien nos empuja hacia la Navidad. Pero no es una búsqueda sin respuesta. La respuesta a este movimiento, viene de Dios y la hallaremos en las palabras de Isabel. Lucas construye los dos primeros capítulos de su Evangelio a modo de pórtico para el encuentro con la Buena Noticia de Jesús. Esta parte, comúnmente llamada entre los exégetas el “Evangelio de la Infancia”, está construido con diferentes escenas. Por poner un símil sería como un gran retablo donde encontramos diferentes cuadros que nos van presentando la infancia de Jesús. La escena anterior a la del Evangelio de hoy es la Anunciación. El hilo conductor, entre ambas, lo constituye el mensaje de Gabriel y la prueba de que “para Dios nada hay imposible” (Lc 1, 37) está, precisamente, en la maternidad de Isabel.

Por esto, María se lanza al encuentro de su prima, para comprobar si lo que le ha dicho el Ángel es cierto. En esta búsqueda es donde se manifiesta claramente que María es Madre de los creyentes. Para cada uno de nosotros, Dios ha establecido un plan. Un plan de acuerdo a los principios evangélicos de amor al prójimo y amor a uno mismo. De una manera u otra, siempre nos sale al encuentro para manifestarnos este plan salvífico para con nosotros. Es evidente que nuestro Dios no es un déspota que anula nuestra libertad, porque nos ama desde siempre, respeta, por encima de todo, nuestra libertad. Porque Dios, repito, por encima de todo, nos quiere libres. Ante los diferentes caminos que Dios nos propone: el matrimonio, la vida consagrada, la misión para con los demás, etc..., podemos decirle sí o no. Pero si le decimos que sí empieza para nosotros ese camino de fe, ese camino hacia las promesas de Dios, como el de María.

No sabemos lo largo que fue el camino pero sí sabemos por Lucas, que María se encontraba en Galilea y fue a Judea. Dos regiones, no muy distantes, aunque separadas por la zona de Samaría. Con lo cual el camino le llevaría, como mínimo, un día entero. Podemos imaginar en ese día cuántas dudas le vendrían al corazón, cuantas oscuridades en el camino, cuantas luces y cuantas sombras. A pesar de todo, a María le mueve la necesidad de ver aquello que ya ha creído por el anuncio del Ángel.

De la misma manera, podemos pensar en nuestro camino vocacional, en nuestro camino como cristianos. ¡Cuántas veces este camino su vuelve tortuoso! ¡Cuántas veces este camino se hace difícil! En los momentos de luz parece que el camino se hace solo. Pero en los momentos de oscuridad, cuesta tanto... Es aquí, en este camino, donde María, perfecta y primera discípula del Señor, brilla como figura eminente de nuestra esperanza. Fue ella quien recorrió, por primera vez, el camino. Es ella quien nos ha precedido y precede en el camino de la fe. Muchas personas piensan que los santos, como lo tuvieron fácil en sus vidas, alcanzaron la santidad en seguida. Nada de eso, María nos enseña mejor que nadie, cómo, en ese camino, la esperanza de ver al Señor, relativiza todas las posibles dificultades. Dificultades que se nos van imponiendo todos y cada uno de los días de nuestra vida.

Y después de este camino: Isabel; y con ella, la primera bienaventuranza del Evangelio: “Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá” (Lc 1, 45). Es curioso comprobar que aunque la escena esté sucediendo entre las dos mujeres, Isabel se dirige a nosotros. Y no podía hacerlo de manera mejor, porque ella sabe que también nosotros estamos siguiendo a María en el camino de la fe. De la misma manera se nos puede aplicar a todos esta bienaventuranza. ¡Felices nosotros porque hemos creído, ya que lo que nos prometió el Señor se cumplirá!

Además de todo lo anterior, la liturgia nos presenta tres textos más. El primero de ellos es del libro del profeta Miqueas (5, 1-4). Es la profecía donde se anuncia que de Belén de Judá nacerá el Salvador, el Mesías, el Señor. Ya hemos visto anteriormente que María se pone en camino y se va desde Galilea a Judea, es decir, a la tierra de Judá. También veremos, en el mismo Evangelio de Lucas, como María volverá “a subir” a Judea, junto a su esposo José, para empadronarse. Y será allí, en Belén de Judá, donde nacerá Jesús; por esta profecía nuestro Salvador nacerá en Belén.

La segunda lectura, Hebreos (10, 5-10), se nos dice que el verdadero culto que Dios quiere es hacer su voluntad. Así podemos contemplar a María como verdadera “cumplidora” de las promesas de Dios. No vemos a María realizando sacrificios en el templo, ni deteniéndose en largas oraciones, sino que la vemos realizando, “de prisa”, la voluntad de Dios. Y por último tenemos el salmo 80, un cántico de petición a Dios para que se acuerde de su pueblo.

Como conclusión de todo lo dicho, vemos cómo la liturgia nos ha presentado a María como figura de todo creyente que espera la venida del Señor. En María y por María se cumplen las profecías (Miqueas 5, 1-4). María es la perfecta “hacedora” de la voluntad de Dios (Hb 10, 5-10). María va de-lante y de-prisa en nuestro camino de fe (Lc 1, 39-45). Por lo tanto, a semejanza de ella, preparémonos para la venida del Señor con esta actitud de disponibilidad, con esta actitud de apertura a la voluntad de Dios.