Alberto Magno: Sabio y Santo

Fr. Moisés Pérez Marcos
Fr. Moisés Pérez Marcos
Convento Virgen de Atocha, Madrid
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El día 15 de noviembre la Orden de Predicadores celebra la fiesta de San Alberto, que ostenta el título de Doctor de la Iglesia. Alberto fue un auténtico fuera de serie, por lo cual mereció el epíteto de Magno. Se le llamó también “Doctor Experto” o “Doctor Universal”, pues sus conocimientos eran muy amplios y abarcaban disciplinas muy diversas: su mente debía ser como una gran enciclopedia con lo mejor del saber de su tiempo.

Alberto cultivó lo que hoy llamaríamos ciencias naturales (escribió sobre astronomía, meteorología, climatología, física, mecánica, química, mineralogía, alquimia, botánica, zoología…), por lo cual fue declarado patrono de los científicos de la naturaleza. Para Alberto todas las criaturas, desde el mineral más humilde hasta el ser vivo más complejo, eran dignas de admiración. Todo conserva un cierto resplandor de Dios, que ha hecho todas las cosas con su inteligencia y bondad. El conocimiento de las cosas, el amor por todas ellas, puede conducirnos al encuentro con Dios, a participar de su ser, en la medida en que ello nos es posible en este mundo.

Alberto es un ejemplo de simbiosis y armonía entre la razón y la fe. El conocimiento de la naturaleza no solamente no es incompatible con la religión, sino que el propio conocimiento de las cosas naturales puede ser entendido como un acto de religión, pues el asombro ante la belleza de las criaturas nos puede conducir ante la Belleza con mayúscula, el Creador. Siempre que el ser humano comprende algo mediante la razón, participa del entendimiento divino, del mismo modo que siempre que amamos participamos del amor que es Dios. Cuanto más comprendamos, más cerca estaremos de Dios, que ha hecho todas las cosas con sabiduría. Cuanto más amemos, más cerca estaremos de Dios, que es amor y ama todo lo que ha creado, pues todo lo creado es bueno, amable.

Para Alberto el estudio y la oración eran una y la misma cosa, dos aspectos de una misma realidad, la contemplación. Tuvo que defenderse alguna vez de los que, sin entender que el estudio pudiese ser un modo de contemplación, le acusaban de excesivamente “intelectualista”. Su actitud era la del aprendizaje: siempre observaba, escuchaba, permanecía atento a cualquier cosa, situación o persona, pues de cualquier parte podía venir un destello de la verdad. Supo conceder que en los escritos de los paganos (Platón, Aristóteles) había una verdad que los cristianos podían disfrutar. Supo también estudiar las obras de los teólogos de otras religiones, en busca de lo que en ellos había de bueno. Queriendo dar razón de la fe, y hacerlo de un modo que estuviese a la altura de la cultura de su tiempo, defendió siempre el estudio de la filosofía. La filosofía, para algunos de sus hermanos de orden, era baladí, pudiendo ayudar más a la distracción que a la predicación. Alberto contestó a estos hermanos con las que son, quizá, las palabras más duras que escribió nunca: «hay ignorantes que quieren combatir por todos los medios el empleo de la filosofía, (…) bestias brutas que blasfeman lo que ignoran».

Muchas otras cosas se podrían decir sobre Alberto: que fue obispo, provincial, que escribió además sobre teología, antropología, filosofía, mariología, mística…, que fue maestro y pedagogo infatigable, que fue el profesor y protector de Tomás de Aquino; que vivió una vida virtuosa, propia de un sabio santo: era magnánimo, amable, solícito por los demás. Alberto, bien llamado Grande, es una encarnación modélica del ideal de vida dominicano.

Termino con el fragmento de una de las oraciones que escribió: «que sepamos no decir lo que todos dicen para así aparentar ser más famosos, o a no asentir para darles gusto a ellos, sino seguir en todo únicamente la razón, y sobre todo no decir algo que sea de perjuicio para el prójimo por motivo de una piedad falsa, o de ayudar al culto divino, sino tan sólo lo que juzguemos ser justo».