Juana de Aza, punto de partida
Hombres y mujeres que se atrevieron a dejar que Dios inspirara sus sueños y, sobre todo, a dispuestos a jugárselo todo por ello. Una de ellos, la primera, es Juana de Aza. La madre de Domingo.
Podríamos decir que, como la mayoría de nosotros, (que vivimos en esa pequeña porción del mundo que llamamos “desarrollado”) Juana tuvo suerte…nació en el seno de una familia noble de Castilla, en la complicada sociedad del siglo XII. Hubiese sido muy sencillo para ella acomodarse a la situación: a su bienestar, a lo que se esperaba de ella, a las comodidades y privilegios… hacer lo que hacían los demás. No tenía por qué haberse preocupado ni de las injusticias de su mundo; ni de las necesidades de los que tenía a su alrededor; ni de buscar respuestas o encontrar su propia verdad, pero, mujer valiente y auténtica que era, no quiso resignarse a esa mediocridad y se negó a los sucedáneos. Rehusó a la mera supervivencia y optó por VIVIR y hacerlo en plenitud.
Supo descubrir las cosas que verdaderamente valen en esta vida, las que no se acaban, las que -en lugar de a la insatisfacción o las frustraciones- nos llevan a la plenitud… la misericordia, el amor, la justicia, la paz… Dios… y a ellas se entregó del todo.
Conocemos pocos datos de su vida, entre ellos, que Domingo y sus hermanos, Manés y Antonio, pasaron los primeros años de su existencia junto a una mujer que, a pesar de su condición, se caracterizó por la sencillez en la que vivió, la cercanía con los que la rodeaban, sus valerosos gestos y su profunda relación de intimidad con Dios. Todo ello se convirtió en la mejor herencia que nadie puede dejar a sus hijos: ¡¡el secreto de la felicidad!!
De Juana aprendió Domingo a compadecerse del dolor de los hombres y mujeres; a salir de su “castillo” para conocer de tú a tú, para “vivir con”, porque desde las ventanas no se ve el corazón de las personas (ni desde las de su torre, ni desde las de la televisión, los libros o el ordenador).
También descubriría con su madre la alegría de comprometerse con ellos: cuando la veía repartir lo mejor que tenía para aliviar las necesidades de las gentes del pueblo; cuando contemplaba como acogía con amor y generosidad a los enfermos y a los más pobres.
Aprendió a estar por encima de prejuicios y etiquetas, para mirar a todas esas gentes a los ojos; para descubrir en cada uno de ellos a un hermano en el que también encontrar a Jesucristo. ¡Lección fundamental para la aventura que le esperaba!
La humildad, la generosidad y la alegría profunda que Juana legó a Domingo solo podían estar fundadas en el amor. El que se vivió en el hogar que supo crear junto a su esposo, Félix de Guzmán, y sobre todo en el amor con mayúsculas: el que recibía de Dios, Padre y Madre.
Es la otra gran enseñanza de nuestra protagonista, su profunda cercanía con el Señor; su intensa vida de oración. Muchos episodios nos hablan también de cómo se ponía confiadamente en manos de su Dios para encontrar respuestas a las situaciones que la vida le presentaba o que ella misma descubría en su interior; de cómo actuaba siempre iluminada por la claridad y la serenidad que da la oración.
Juana fue capaz de soñar con que alumbraba a un cachorro que incendiaba el mundo con el fuego, la luz y el calor del Evangelio; y fue capaz de creer en sus sueños, de vivir conforme a ellos, sin desfallecer: dio a luz a su “cachorro” pero, sobre todo, le enseñó -con su propia vida- a recorrer nuevos caminos; a descubrir la necesidad de ese fuego; a encontrarlo y llevarlo a los demás. Domingo comenzó a hacer realidad los anhelos de su madre.
Juana murió en 1202 pero el sueño sigue hoy siendo realidad en cada dominico y dominica; la compasión, la misericordia continúan siendo el imprescindible punto de partida de nuestro carisma.