San Juan Macías, Hermano Cooperador
Un extremeño aventurero y comprometido con la época que le tocó vivir, el siglo XVII español y americano. Cuando muchos no se atrevían a salir de sus pueblos, él era de los que soñaba horizontes más amplios. No se conformaba con llevar la vida de un pobre pastor asalariado y decidió arriesgarse, marchar por el mundo. No guardamos ninguna foto suya pero podemos reconstituir su retrato. Así lo describieron: "Era de cuerpo mediano, el rostro blanco, las facciones menudas, frente ancha, algo combada, partida con una vena gruesa que desde el nacimiento del cabello del cual era moderadamente calvo, descendía al entrecejo, las cejas pobladas, los ojos modestos y alegres, la nariz algo aguileña, las mejillas enjutas, pero sonrosadas y la barba espesa y negra”.
Si navegando por Internet encontramos un perfil que nos atrae, buscaríamos más datos para saber más. Veamos: la personalidad de Juan Macías está marcada por su lugar de nacimiento y la cultura que aprendió desde su infancia. Juan tuvo otra hermana, Inés, ambos quedaron huérfanos muy pronto. Con poco más de seis años habían perdido a sus padres y pasaron a la tutela de sus tíos y padrinos. Ese acontecimiento condiciona la psicología de cualquier niño. En Ribera del Fresno (Badajoz) Juan se cría en la pobreza y estrechez propia de los campesinos y pastores. Nunca pisó una escuela elemental y él mismo dejó dicho que “desde los seis años” no había hecho sino trabajar. Su primer trabajo fue como pastor en la soledad de los campos y dehesas extremeñas. Muchas horas de soledad para un niño que se hace adolescente y joven al ritmo de los cambios de las estaciones y del cuidado del rebaño. No es de extrañar que en ese ambiente, desarrollase un sentido contemplativo. Es decir, guardando el rebaño tendría tiempo para pensar, rezar, escuchar, recordar y soñar.
Pero no sólo soñaba. Tuvo el coraje de perseguir sus sueños. La Nochebuena del 1605 comunicó a sus tíos su decisión de emigrar. Tenía veinte años y se sentía “urgido” por una voz interior: “Tengo el encargo de llevarte a unas tierras remotas y muy lejanas”. Sin saber hacia dónde, Juan dejó su pueblo natal y se dirigió hacia el Sur. Hizo su camino despacio, trabajando para ganarse el sustento. Atravesando Extremadura llegó a Sevilla, y Jerez de la Frontera. En todo momento Juan experimentaba que, el problema social de la pobreza era el mismo en todas partes. "Esta tierra es rica para los ricos y pobre para los pobres".
A pesar de todo, jamás perdió la serenidad y el buen humor. Su secreto era la oración. Agarrado fuertemente a las cuentas del Rosario oraba todos los días. Hablaba con Dios en su corazón y le buscaba entre los pobres a quienes ayudaba, alentaba y evangelizaba con las verdades aprendidas en el Rosario, la oración que aprendió a rezar junto a su madre. Algo que nunca olvidaría.
Seguir la vida de Juan Macías es como asistir a un documental sobre su época. Empujado por la miseria llegó a las Américas. Cuando pisó por primera vez tierras americanas en Cartagena (Colombia) vio de cerca cómo los negreros, en la plaza del mercado, ponían precio y negociaban a aquella pobre gente, como si se tratara de cosas o de animales. Este hecho marcó de tal manera su vida que, a partir de entonces, su compasión no tuvo límites para atender a los esclavos y a los indígenas que eran tratados de idéntica o peor manera.
Siguiendo su intuición y la “voz del amigo” se dirigió al Perú (al final de su vida se supo que su “amigo”, presencia que le había acompañado desde pequeño con sus consejos, era S. Juan Evangelista). Atravesó Colombia, Ecuador y la costa norte del Perú trabajando en los campos para los terratenientes. Supo trabajar duro para ganarse el sustento diario. A su llegada a la ciudad de Lima, se encaminó directamente al Convento del Santísimo Rosario de los Dominicos, del cual había tenido referencias en Jerez de la Frontera. Allí su primer encuentro fue con el portero del convento, Fray Martín de Porres, con quien surgió una sólida y fraterna amistad. Fray Escoba le buscó trabajo al servicio de un terrateniente mientras lo orientaba en su vida. Más aún, lo puso en contacto con otro fraile, Pablo de la Caridad, portero del Convento de la Recoleta. Estos tres religiosos dominicos, más Santa Rosa de Lima, sin letras ni números en la cabeza, armaron una estrategia admirable, para satisfacer el hambre de los pobres, curar sus dolencias y defenderlos de la explotación imperante.
En ese mismo convento Juan Macías pidió ser admitido como religioso. A través de los diversos acontecimientos de su vida, había encontrado por fin un sentido y un proyecto de futuro: predicar cooperando con los sacerdotes dominicos en su misión apostólica y en la promoción humana de los pobres. De este modo, vio claramente realizada la promesa, tantas veces repetida por san Juan Evangelista, el misterioso amigo que le había acompañado desde pequeño: "El Señor te tiene escogido para Sí. Tengo el encargo de llevarte a unas tierras desconocidas y lejanas". La comunidad de la Recoleta le acogió fraternalmente. Allí encontró Juan Macías lo que llamaba "la tierra prometida". Como religioso dominico realizó su vocación, poniendo al servicio de los que sufren lo mejor de sí mismo. Le preocupaba los hombres que, por ir en busca del oro y de la plata, se alejaban de Dios. Para lograr su conversión, rezaba incansablemente el Santo Rosario, hacía duras penitencias y multiplicaba sus servicios de caridad. Dialogaba con ellos y no quedaba tranquilo hasta hacerlos entrar por el camino de la conversión. Todo esto y mucho más, lo hacía en una atmósfera de oración.
Tras una vida entregada, de la que se conserva el testimonio de muchos milagros y signos de su caridad y su fe, el último testificado en Olivenza (Badajoz) en 1949, con sesenta años de edad, fray Juan Macías enfermó y entró en la contemplación definitiva de aquellos, "cielos nuevos y tierras nuevas" que, en repetidas ocasiones había visitado fugazmente en compañía del amigo San Juan Evangelista.