¿Filosofía o «fobiosofía»? Sobre el saber y la sabiduría
«Todos los hombres desean por naturaleza saber». Aristóteles, uno de los más grandes pensadores que ha conocido —y sigue conociendo— la humanidad, comienza con esta sabia sentencia su Metafísica. Este aforismo se refiere a todos nosotros, hombres y mujeres, cada uno según sus posibilidades y capacidades (por desgracia, Aristóteles no tuvo la «suerte» de convivir con el lenguaje inclusivo…). Hablemos, pues, de filosofía.
Antes que nada, podríamos acudir al Diccionario de la lengua española, como se viene haciendo toda la vida (cf. mis anteriores publicaciones), pero en nuestro caso ¿qué mejor que un diccionario de filosofía? En su origen, filosofía significa ‘amor a la sabiduría’, entendiendo sabiduría (sophía) como conocimiento teórico y práctico, propio del sabio. Otra traducción menos etimológica es ‘amor al saber’ (episteme), en cuanto conocimiento meramente teórico.
¿Qué diantres pinta la filosofía en un mundo dominado por la ciencia y la tecnología, las cuales de hecho han logrado mejorarlo hasta límites insospechados? Quizá se haya elevado el nivel de vida material, ¿pero qué hay del espiritual? La especialización de las ciencias particulares es indispensable para el progreso científico, pero también conlleva una pérdida de la cosmovisión de la realidad, llegando incluso a una desaparición del sentido.
Parafraseando a Zubiri, filósofo español, las ciencias se ocupan de aspectos o partes de lo real, mientras que la filosofía se encarga de la realidad, de todo lo real. Tanto las ciencias como la filosofía contribuyen a ir construyendo el conocimiento de la humanidad, pero solo esta última es la que le aporta unidad y sentido.
Llegados a este punto, en función de la actitud personal, podemos distinguir tres niveles en nuestro análisis:
1. En el estadio básico, tenemos la información, estrechamente relacionada con el «fobiósofo»: aquel que ama a Google, pero no a Minerva. Los buscadores y enciclopedias virtuales son herramientas muy útiles para informarse de forma eficaz, pero nunca podrán sustituir a los procesos de aprendizaje. Los datos son necesarios, pero posteriormente han de ser contrastados, procesados, etc. La pregunta es: ¿queremos razonar de manera autónoma o preferimos que las máquinas y fuerzas sociales «piensen» por nosotros? La educación no puede instrumentalizarse, por mucho que insistan numerosos especialistas actuales… El «fobiósofo» está informado, pero no formado: no sabe, pero no sabe que no sabe.
2. Ascendiendo un poco, está el saber, que atañe al experto (el que domina una materia) o al erudito (quien domina varias). En este caso, ya tendríamos propiamente conocimiento, incorporado al espíritu. El erudito, además de conocer las fuentes de información, también tiene instrucción: sabe, y sabe que sabe.
3. Finalmente, el nivel supremo: la sabiduría, propia del sabio. Ante la fascinación por la cantidad y complejidad de conocimientos que nos rodean, admite el misterio insondable de la realidad, adoptando así una actitud vital de asombro y humildad: «Tanto saber me sobrepasa, es sublime y no lo abarco» (Sal 139,6). Además de conocer las fuentes y adquirir erudición, logra irlo integrando todo en su propia vida: sabe, pero sabe que no sabe.
Asimismo, cabría añadir un grado más: la santidad, característica, cómo no, de los santos. Estos han conseguido imitar a la perfección a la Sabiduría encarnada: Jesucristo. Por un lado, hay que advertir que «lo que mide la perfección de las personas es su grado de caridad, no la cantidad de datos y conocimientos que acumulen», como nos recuerda el papa Francisco (Gaudete et exsultate, 37); por otro lado, vemos que el conocimiento busca hacerse vida. Entendámoslo como sigue: la santidad es la perfección del amor, así que el amor a la sabiduría conduce a la santidad.
En definitiva, los santos son los maestros de la humanidad, pues nos pueden ayudar a recuperar el sentido que quizá le falte a nuestro mundo. Sigamos el camino que va desde la humildad del sabio hasta la caridad del santo: ¿queremos ser meros «fobiósofos» o, por el contrario, convertirnos en auténticos filósofos, amantes del saber y la sabiduría? ¡La elección queda en nuestras manos!