Juicio a la vocación
“Hazlo. Sigue tu corazón. Sé valiente. No tengas miedo”.
Creerás que son frases recurrentes, pronunciadas por padres, madres, hijos, psicólogos. Frases que habrás escuchado, que yo mismo escuché. Que se supone que animan, que hacen que persigas tus sueños. Te ayudan a resituarte, a canalizar tus fuerzas. Te interpelan. A raíz de las que te cuestionas situaciones vitales, amistades, proyectos.
Así lo creo yo también, por experiencia propia. Pero para mí se debería añadir una frase más, una que las engloba, y que las posibilita para que puedan cumplir las funciones antedichas: “No juzguéis nada antes de tiempo hasta que venga el Señor.” (I Cor, 4, 5)
De este modo, el juicio será el que vertebre este pequeño artículo. Muchas veces nos dejamos llevar por él, dejando que se apodere de nosotros. Sin dejar espacio a que el Señor venga y transforme aquello que nos agobia. ¿Sabremos esperar, permanecer o confiar?
Relacionándolo con la vocación, iré, a través de la experiencia del juicio, exponiendo las virtudes que pienso que son las más relevantes para poder responder a la vocación, a ser valiente y a no tener miedo.
Desde pequeños enjuiciamos. Juzgamos a nuestros padres porque nos obligan a comer verduras, porque nos obligan a hacer los deberes, o a ayudar en casa con las tareas del hogar. Es entonces cuando no comprendes qué motiva a tus padres a torturarte de esa manera. Solo cuando creces, cuando estás lejos de casa, es cuando comprendes. Comprendes que tu padre y tu madre te aman más que a nadie, y que fruto de ese amor nacen esos límites. (Creedme, aunque parezca que no).
En esta primera etapa desarrollas la virtud de la paciencia. En el esperar para que cada idea, verdad, estímulo se revele en el tiempo oportuno.
En la adolescencia comienza el juicio a ti mismo. Es el tiempo de comenzar a formar una idea de lo que quieres ser, de emprender la tarea de constituir una personalidad. De ir cuestionando los límites impuestos, de descubrir aquello por lo que vale la pena levantarse. De generar argumentos.
Aquí, a la paciencia, se le une la perseverancia. Tener la fortaleza suficiente para superar los obstáculos de la edad. Superar lo difícil de ir a contracorriente. Ayudar a la razón a que no se desvíe de sus propósitos. Se necesita fuerza de voluntad, podría decirse.
Después llega el momento decisivo: El turno de la coherencia, de tener el valor de que te importen más tus designios del corazón (I Cor, 4, 5), que las expectativas de los demás sobre ti.
Cuando me enfrenté a la vocación pasé por estas fases. Primero desarrollé la paciencia. Quería respuestas, y las quería ya. No tenía ganas de “perder el tiempo” en un acompañamiento personal. Me rabiaba que las preguntas me llevasen a más preguntas.
Pero unida de la mano vino la perseverancia. La entereza de no rendirme. La resistencia a darme por vencido, a encasillar mi vida, a no buscarle un sentido. Busqué y al final encontré.
Una vez atisbada la vocación, y con un porcentaje de duda en la mochila, me dispuse a vivir la aventura de la coherencia. A mí me dijeron que como ingeniero se podía ayudar mucho a la gente, que no tenía que ser fraile; que si de verdad quería predicar y que sirviera para algo, que fuese político; que como iba a quedarme sin novia, sin hijos… ¿Sabéis qué? Juicios con los que tuve de lidiar. Afirmaciones que tuve de desechar para empezar a cimentar yo mi vida, con Dios de la mano, y no que la edificasen por mí los demás.
Una vez expuestas las tres virtudes mentadas (paciencia, perseverancia y coherencia), podría pensarse en la dificultad de realizarlas, y tenéis razón. Sin embargo deberíamos recordar que la virtud es un hábito, una elección. Las virtudes ya están en nosotros como semillas, solo hay que cultivarlas para que florezcan. (ST, I-II) Ya lo demás se lo dejamos a la Gracia de Dios.
Por ello: “Buscad primero su Reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura. Así que no os preocupéis del mañana: el mañana se preocupará de sí mismo. Cada día tiene bastante con su propio mal.” (Mt 6, 33-34)
Gracias a Dios. Gracias por permitirme ser.
PD: Aunque el día de mañana me fuese de la Orden (Que de momento no creo que se dé), os prometo que no me arrepiento para nada de estos años vividos en el prenoviciado y noviciado, porque en este tiempo, lo que yo he crecido, madurado, experimentado,…¡Como nunca en la vida!