La belleza de seguir a Jesús
En ciertos ambientes está de moda hablar de los religiosos y religiosas. Recibimos con admiración las noticias de quienes –dejándolo todo- se fueron a entregar su vida en países lejanos, o de aquellos otros que han puesto su tienda en lugares de pobreza y marginación para hacer camino junto a los más pobres y sencillos. Escuchamos que trabajan en colegios o en hospitales, en cárceles y en parroquias, en asilos y comedores benéficos. Que muchos se mueven entre enfermos y gentes rotas. Pero también, ¡por qué negarlo! nos dicen que son muy mayores, muchas veces incoherentes, que están solos y que –algunos- hasta perdieron el norte mezclándose en los caminos, sin hábitos, con las gentes. Tal vez son de otra época o de otro estilo tirando a extravagante.
El 2 de febrero, desde hace 16 años, la Iglesia lo dedica a pensar en la vida consagrada. Ese día se celebra la fiesta de la luz y las candelas, la Presentación de Jesús. En la oscuridad de Israel, cuando el pueblo había perdido las esperanzas, se habían desvanecido sus sueños y Dios parecía haberse ocultado del todo, un niño pequeño, insignificante, fue presentado en el Templo. Pocos vieron algo especial allí. Sin embargo, dos ancianos -Simeón y Ana- encontraron alcanzadas todas sus metas, recobraron el sentido de sus vidas, percibieron la belleza de un Dios cercano. El Templo se llenó de luz. Y así, de forma insignificante, desapercibida para la mayoría, Israel amaneció a una nueva esperanza y la luz se contagió a todas las naciones. Brilló la luz, y pocos la vieron.
Quizás ése es el sentido de la vida consagrada en cualquier momento histórico: brillar sin esperar a que otros puedan ver. Embellecer el mundo con la luz de Cristo, a pesar del envoltorio pobre y débil o la lámpara gastada, frágil, casi rota.
¿Para qué ser religioso o religiosa si se pueden hacer grandes obras a favor de los demás sin necesidad de estar consagrado, incluso sin tener que ser creyente? No hemos venido a hacer cosas extraordinarias. No nos caracterizan nuestras obras, que son sólo pequeños signos y aportaciones de humanidad a esta tierra. Hemos venido para ser, para cultivar el deseo, la búsqueda, el sentido; para ejercitarnos en el amor a los hermanos movidos por el amor de Dios.
¿Por qué hacerme religiosa o religioso si se puede vivir la fe con más hondura en otros lugares de la Iglesia? Es que tampoco vinimos para ser perfectos; entre otras cosas porque por nosotros mismos sería imposible la tarea. Sencillamente queremos ser mejores, ser y hacer más felices a otros desde nuestra pobreza, nuestra escucha y obediencia a Dios, nuestro amor frágil pero puesto al servicio de un Amor mayor.
¿Y cómo ser religioso o religiosa cuando las exigencias parecen tan duras en la sociedad en que vivimos? Sólo porque uno se siente llamado. Y es tan fuerte el deseo y la atracción que no se puede decir no a quien te llama porque te necesita. ¡Sólo porque uno se siente seducido! Y se puede porque te sostienen los hermanos, la vida compartida en fraternidad, en oración, en transparencia. Y se puede porque lo hicieron y siguen haciendo otros y otras… ¡Porque sientes que éste es tu lugar en el mundo!
Merece la pena dedicar –consagrar- la vida a Dios. Porque hay un tesoro por descubrir y está oculto en el silencio, en la contemplación de rostros y vidas. Porque sigue siendo necesario vivir desde el ser profundo y no desde el hacer o desde las formas más superficiales. Porque el mundo necesita una respuesta de trascendencia y de sentido en este y en todos los momentos. Porque podemos ser signo profético de un amor mayor, de un mundo mejor, de un más allá cercano. Porque el Reino de Dios no está tan lejos como parece y sabiéndolo necesitamos predicarlo. Porque hay mucha belleza escondida más allá de las calamidades, fracasos y oscuras profecías. Una belleza que es Cristo, al que hemos conocido y amamos con pasión, y que en la gran debilidad de nuestra carne queremos contagiar a otros. Sólo porque queremos embellecer el mundo.