La Cuaresma, tiempo de misericordia
Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento aparece como uno de los atributos más importantes de Dios. En hebreo se utiliza la palabra «rajamin», que etimológicamente significa las entrañas o el seno materno, donde se forma el niño y es portado durante nueve meses; pero también se utiliza para expresar el amor que un padre siente por sus hijos o el amor de los hermanos con los hermanos.
En el Antiguo Testamento el nombre «Yahvé» expresa la misericordia de Dios, mientras que el nombre «Eloim» expresa su justicia. La misericordia es una con la justicia. A la misericordia le corresponde el amor y a la justicia el temor. Dice fray Yves Congar que hace falta toda una vida para aprender y enseñar a combinar ambas cosas.La historia de la Alianza es la historia del diálogo del pecado con la misericordia.
En el Evangelio Jesús nos revela el rostro misericordioso del Padre. Dios es un Padre atento a las necesidades y preocupaciones de sus hijos. Se tiene misericordia de todos sus hijos y a todos ofrece su perdón. Las tres parábolas de la misericordia que encontramos en el Evangelio de san Lucas nos ayudan a perfilar el rostro misericordioso del Padre: la parábola de la oveja perdida, la dracma perdida y la sublime parábola del hijo pródigo. Respecto a esta última hay quien propone que se le cambie el título y se le llame mejor la parábola del «padre misericordioso», pues, ciertamente, ese padre es el verdadero protagonista. Jesús trató de plasmar esa misericordia que vio en su Padre del cielo. Él es la encarnación misma de la misericordia del Padre. Con frecuencia el Evangelio nos lo presenta conmovido de compasión hasta las entrañas. Jesús siente compasión por su pueblo al que contempla como si fueran ovejas sin pastor, sin nadie que les oriente realmente. Movido por compasión cura a los enfermos, multiplica los panes y los peces, predica,… Es la compasión lo que motivó en definitiva la encarnación del Hijo. Es también el amor que se hace compasión el que lleva a Jesús a la pasión. En su predicación Jesús llama bienaventurados a los misericordioso, y enseña a sus discípulos que para entrar en el reino hay que practicar la misericordia con sus hermanos más humildes. La carta a los Hebreos llama a Jesús «sumo sacerdote misericordioso y fiel» (Hb 2, 17).
San Agustín entendía la misericordia como sentir miseria o tristeza en el propio corazón al ver la miseria del otro. Pero la misericordia no se queda en un mero sentimiento, sino que mueve a hacer todo lo que está en nuestras manos para sacar a nuestro prójimo de su situación de miseria. Por eso la misericordia es siempre eficaz. Esa miseria puede ser tanto material como espiritual.
Algo semejante dirá santo Tomás de Aquino. Para él tener misericordia es experimentar la miseria ajena como si fuera propia. Propiamente hablando no tiene misericordia de uno sino siempre de los demás. Ante la propia miseria lo que experimentamos es dolor. Sufrimos por la miseria ajena en la medida en que consideramos su mal o dolor como si fuera nuestro; eso ocurre si hay una unión afectiva con el otro. En Dios –sigue diciendo santo Tomás– no se da el entristecerse ante miseria ajena, pero sí –y más que en ningún otros– el pone remedio a la miseria ajena.
Como Dios no podía experimentar la misericordia al modo humano, se encarnó, se hizo uno de nosotros para experimentar en carne humana la misericordia.
Sin duda, donde se manifiesta la misericordia de forma suprema es en el perdón de las ofensas. Si a nosotros nos cuesta tanto perdonar es porque nos resulta difícil distinguir entre el pecado y el pecador. El pecado, por supuesto, es detestable, pero el pecador reclama la gracia del perdón.
La misericordia es compresión y esfuerzo de sacar al otro de la miseria en la que se encuentra. Implica un compromiso con la desgracia del otro; pero se debe practicar siempre con delicadeza y respeto.
Santo Tomás decía que sentimos misericordia ante la miseria del otro en la medida en que ya hemos experimentado o sabemos lo que significa. Por eso –nos dice– los ancianos y los sabios, los enfermos y los débiles están más inclinados a la misericordia. Por el contrario, quienes se creen felices y fuertes no se sienten inclinados a la misericordia; tampoco siente misericordia quienes son victimas de un temor excesivo, porque son incapaces de ver la miseria ajena; tampoco los orgullosos son capaces de misericordia, sino de desprecio, pues piensan que si los otros sufren es porque lo merecen.
Hay situaciones en la vida que pueden hacernos insensibles a la práctica de la misericordia. Si yo tengo buena salud veré al enfermo como alguien que molesta; o si uno tiene una buena posición social puede tender a pensar que el parado o el fracasado está en esa situación por falta de energía y de iniciativa o porque no quiere trabajar.
La cuaresma es un tiempo especial para experimentar la misericordia de Dios en nuestra vida; pero también para practicarla ante las múltiples miserias que padecen nuestro contemporáneos. Pero como hemos dicho, la misericordia no se reduce a un mero sentimiento, sino que se esfuerza por sacar al prójimo de su miseria. Sin duda no podremos atender a tantas situaciones que reclaman nuestra ayuda, pero hagamos lo que esté de nuestra mano para vivir la misericordia de verdad. Hoy podemos ser nosotros esa mano misericordiosa que alivia el sufrimiento de otra persona; pero quizás mañana también nosotros necesitemos la ayuda de otras manos compasivas.