Manos frías, corazón cálido (sobre el aniversario de la Orden)
«Tiempo y silencio son los más grandes lujos hoy en día». Esta frase del director, guionista y productor de cine estadounidense Tom Ford expresa en suma la situación de los tiempos actuales. Pero ¿dónde podemos encontrar estos dos lujos de un modo abundante y frecuentemente, o mejor, perennemente? En nuestra generación, tan conectada a internet, principalmente en las redes sociales, donde sabemos un poco de todo, pero nada en profundidad, lo cierto es que el mundo ha cambiado en cincuenta años más que en los últimos quinientos, y que el periódico que trajo la noticia que sacudió al mundo hoy, mañana por la mañana será utilizada para envolver el pescado fresco en la feria.
Me explico: el próximo sábado 22 de diciembre cumplimos 802 años desde que la Orden de Predicadores recibió su aprobación pontificia. Al final somos muy mayores, ¿verdad? Cabe preguntarnos: ¿Seguimos aportando algo a la sociedad?
1. «Si sois lo que tenéis que ser, ¡prendéis fuego al mundo entero!» (santa Catalina de Siena). La comunicación es, de lejos, el gran reto de la Iglesia. Y en nuestra Orden no es diferente, por una sencilla razón: lo que no ha sido dicho no está comprendido; no se da por hecho. No vive o está presente en una especie de inconsciente universal y colectivo. Una postura filosófica permea el proceso de formación inicial cuando nos preguntan: ¿Qué pedís?, ¿qué queréis?; postura que debe permear toda vita fratum.
La vida es movimiento. La vida es conversión. Los jóvenes buscan un ideal al que entregar sus vidas, algo que imprima sentido a su existencia y que los conduzca a un puerto sublime y seguro, puesto que más importante que tener es ser. Pues anunciar y vivir el Evangelio es un excelente itinerario para los corazones tanto razonables como sedientos, apasionados por la verdad, verdad que nosotros poseemos como semillas (a ejemplo del logos spermatikós, que defendía san Justino en el siglo II). Verdad que quita la máscara de nuestras injusticias e idiosincrasias.
2. «Silentium pater praedicatorum» (autor desconocido). ¿Qué o a quién predicamos? El cristiano vive la tensión entre mostrarse inconforme o conforme con las estructuras vigentes de este mundo. Nada mejor que el silencio para revolver tanta tierra fértil que es la condición humana. El silencio nos ayuda a volvernos a una postura esencial: la escucha. Escucha a nosotros mismos y a los demás. El alma dominicana debe ser un alma de silencio. La profundidad espiritual de un alma se mide por su capacidad de silencio, que gusta de largas horas de soledad y de recogimiento para que su acción siga teniendo fecundidad espiritual. Volvemos a la pregunta: ¿Qué o a quién predicamos? San Francisco de Asís decía: «Lo que haces puede ser el único sermón que algunas personas escuchen». Y es en el tiempo y en el silencio del hombre interior donde Dios habla al corazón, invitándole a la cercanía, a la intimidad que solo la genuina amistad posibilita.
3. «Vuestra profesión de vida es, como bien lo sabéis, la más elevada; porque mientras el fin de los demás hombres es conocer, amar y reverenciar a Dios, el vuestro es —en cuanto posible en esta vida mortal — gustar de Dios y gozar de aquella suavidad que es imagen y anticipo de la felicidad del cielo» (Pío XII, en la Cartuja de Vedana). ¿Qué es lo propio de la Orden de Predicadores? Lo propio de una orden con este nombre es obvio, pero no trivial: «la predicación de Evangelio para la salvación de las almas» (LCO, n. 2), por medio de un elemento nuevo e innovador: el estudio. El estudio unido a la oración y la vida comunitaria constituyen una tríada eficiente y eficaz. Principalmente, cuando la predicación parte desde abajo, del ámbito de las vivencias; cuando la oración es una oración sencilla que viene desde dentro, que llega al cielo y es comprensible a la mayoría y, por último, cuando la vida comunitaria es puesta en común verdaderamente, sin velo, al contrario de lo que dijo Voltaire: «Se juntan sin conocerse, viven sin amarse, mueren sin llorarse».
Personas. Nuestra Orden no es diferente. Está constituida por personas, y cada persona posee estructuras que se desarrollan distintamente una de la otra. Esto que tiene cada joven de todos los tiempos debe nortear u orientar nuestras instituciones. Quizás sea posible sumar a la experiencia de 800 años en ser Iglesia toda vitalidad, ánimo e intensidad del querer sincero y profundo que los jóvenes poseen. Jóvenes que tienen las manos frías y el corazón cálido. Ciertamente, Dios regala los dones y los bienes a su tiempo, o sea, al tiempo y silencio de cada uno, dos lujos que considerar hoy en día.