" Y llamó a los que él quiso…." Testimonio vocacional.
Puedo ser catalogado como lo que aún algunos llaman una vocación tardía. Espero que se vaya dejando de usar esa expresión que si no odiosa, imprecisa sí es. Acuñada me imagino para ponerle nombre a la “novedad” de nuestros tiempos (cada día más frecuente), de que las personas se inquietan por la vida consagrada después de los 30 años o más. No como había sido “toda la vida de Dios”, diría mi connovicio cubano. ¿Es tardía porque el vocacionado llegó tarde a la repartición? ¿Por qué le dio pereza y respondió tarde? ¿Es extraño y novedoso por qué siempre las vocaciones han surgido y respondido terminando la nada tierna adolescencia? Pues no. Tarde te amé…. Escribió San Agustín, que parece también fue una “vocación tardía” cuando no se sí era extraño que la persona respondiera entrada en años al llamado de Dios. Por esa línea podemos incluir a Ignacio de Loyola quien a los 30 años cumplidos recibió su llamado. Que en su época con 30 ya se era muy mayor. Esto, por citar dos casos conocidos. En el segundo se hace más evidente que Dios quiso llamarlo a esa edad. ¿Por qué? Pues, porque él llama a los que quiere, cuando quiere y cómo quiere. Por tanto, lo de tardía de la vocación habría que replantearlo… tal vez adulta si se quiere.
El título de este escrito es parte en la cita de Mc 3, 13-15 que luego dice: “para que estuviesen con él”. Y como de lo que trata este escrito no es sobre la controversia de lo tardía o no de la vocación, si no, algo sobre mi vocación, vamos a ello entonces. El llamado a seguirle más radicalmente para mí no es nuevo, se remonta al siglo pasado, cuando andaba entre los 18 y 20 años, recién llegado de Colombia, mi patria materna, a mi patria adoptiva, República Dominicana. Momento magnífico de kairós en donde por diversos encuentros intensos con Dios, en retiros principalmente, inmerso en el nuevo mundo de la lectura y oración con la Escritura, y en el discernimiento en dirección espiritual, entendí que mi vida tenía más sentido atendiendo mejor a una suerte de inquietudes y deseos que se constataban en mi historia en ese momento. Eso que resumimos en “el llamado”. Hice las gestiones de lugar para ingresar en un instituto religioso, pero esto no se pudo concretizar. Con asombro, desconcierto y hasta frustración seguí mi camino. La fe se puso a prueba. Mucho después entendí que simplemente ese no era el momento. Tenía que aprender más del seguimiento de Cristo en “el mundo”, en el servicio parroquial, en el trabajo voluntario, en el medio laboral; sin una comunidad estructurada (instituto religioso) que trazara un sendero determinado por un carisma específico y arropara con techo, comida y estudio en un ambiente seguro. Y sin familia a mí alrededor, pues mi familia había continuado su trayecto migratorio a Estados Unidos. En ese contexto, durante más de una década, entre desiertos y tabores, noches oscuras y nubes de no saber, momentos de mucha consolación y alegría, también muchas soledades, en diversas ciudades y países, pero sobre todo, acompañado de mucha gente maravillosa, algunos de ellos hoy mi familia adoptiva, ahí conocí mucho mejor la Iglesia, la diversa, la universal, la santa y pecadora, la católica. En ese marco, aprendí a estar con Él.
Más adelante el pasaje evangélico agrega: y para enviarlos a predicar… La llamada, que si es genuina es para toda la vida, dejó un eco que retumba hasta hoy en mi vida. Siguiéndolo, después de resistencias y reticencias, me trajo de nuevo a la Orden de Predicadores, pozo inagotable que conocí muy superficialmente entre el 97 y 98, años en lo que hice una experiencia comunitaria en ella que marcó mi vida, pues gracias a esa experiencia puse mi segundo pie en República Dominicana. Hoy, más maduro en la fe y en la vida, continúo estando con él, pero ahora sí, más que arropado, acogido por una comunidad que sobre la sólida base de 800 años, que es buen tiempo para estructurar una comunidad, se reinventa y actualiza hoy sin perder su esencia. En ella voy descubriendo la dura pero grata tarea de ser dominico, es decir, ser predicador. Con el largo recorrido, las numerosas obras, los imponentes edificios y la interminable lista de nombres ilustres y otros más discretos, que atesora la Orden, cualquiera se confunde y concibe nuestra comunidad con un selecto club al que se accede por un privilegio. Entra el que se lo merece. Algo de ello se ha intentado, pero no, en esencia no es así. Visto más de cerca y ya con tres años “metido en el lío”, he descubierto que esto de ser dominico es un compromiso y responsabilidad enormes. Tan grandes, que el individuo no importa las aptitudes y cualidades que tenga, por sí solo no puede con ellas; necesita inevitablemente de la comunidad para asumirlas. Al plantearse con profunda seriedad ser dominico, es decir, despojado de idealismos y fantasías, se coloca uno ante toda esa lista de nombres y de obras, y el mensaje que se capta es el de: Ahora te toca a ti tomar el relevo, recibir el legado, actualizarlo, historizar tu parte y con ello permitir que se mantenga y transcienda en el tiempo la obra que se le encomendó a Domingo. Descubre uno que el secreto de ser dominico está en dejarse escoger, después aprender a estar con Él, primero a solas y luego en comunidad, y de esta manera dejarse transformar, no en actitud pasiva, pero sí colaboradora, pues un dominico no llega a ser nunca un producto acabado.
Si vamos a jugar a las parábolas, podríamos decir que un dominico es como… una pintura, una obra de arte que lleva tiempo, dedicación, esfuerzo realizar. Seguir el concepto, jugar con colores, trazos, texturas, probar y corregir buscando un resultado que igual nunca dejará del todo satisfecho al artista, pero a quien la aprecie, la obra puede llenar de admiración, desconcierto, inquietud, e incluso rechazo, nunca pasará desapercibida. Es como… un puchero, ajiaco o sancocho, el nombre da igual pues la base es la misma: Un cocido que se hace con la combinación de diferentes ingredientes, que en origen no nació en la selecta cocina de un noble, ni de la mano de un experto, si no de la mano del pueblo que ante la necesidad de comer ponía lo que había en la olla, lo fresco y las sobras. Platos estos, que una vez mejorados a partir de ensayo y error, su elaboración se ha convertido casi en un ritual en donde cada ingrediente ha de ponerse en justa medida y momento, con fuego preciso para que el resultado sea una exquisitez culinaria. Es como… una obra de ingeniería, un puente quizás, donde hay que realizar muchos cálculos, manejarse con materiales diversos, enfrentarse a imprevistos y obstáculos, que aunque la física tiene sus leyes, nunca un puente es igual a otro por mucho que se parezcan y siempre hay que ingeniárselas para lograr el objetivo. Y la idea es construir un estructura útil, duradera y resistente, lo cual se logra con un equilibrio ente fortaleza y maleabilidad, muy rígido se quiebra, muy endeble no aguanta. Y así, pues algo de eso somos, obra de arte que transmite belleza sin pasar desapercibidos, cocido que alimenta, puente que une.
Y en eso estoy, en camino, siendo a la vez que me dejo hacer. Tratando de mantenerme en las manos del mejor artista, cocinero e ingeniero. Que si por la razón que fuera no continuara en la Orden, que espero que no sea así, el tiempo que llevo en ella, ha valido la pena. Cada minuto, cada esfuerzo, cada paso en el camino recorrido, cada lugar, cada sobresalto y cambio de rumbo, cada nuevo nombre inscrito en el corazón…