14ª estación: Jesús es sepultado

Estudiantado del Vicariato Pedro de Córdoba
Estudiantado del Vicariato Pedro de Córdoba
Convento de Santo Domingo - República Dominicana
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14ª Estación del Vía Crucis. Semana Santa.

 

Conocemos la historia de Jesús y más todavía su desenlace. Este conocimiento comporta tanto un aspecto positivo como un cierto riesgo. En cuanto a lo primero, es positivo porque, como se ha dicho en más de una ocasión, no se podría captar la forma trágica en que termina su vida si la desconectamos de su vivir histórico. Como dicen algunos: “Jesús murió, por la forma en cómo vivió”. Es algo que no debemos olvidar jamás. En cuanto a lo segundo, el riesgo reside en que, con demasiada frecuencia, solemos dar el salto del Jueves Santo al Domingo de resurrección, sin pasar por el Viernes.

Y, en efecto, aunque no nos guste, existe un Viernes. Un día en que “parecería” que el mal ha triunfado sobre el bien, el odio sobre el amor, la mentira contra la verdad, la injusticia contra la justicia. Y, como consecuencia lógica, al igual que ayer, hoy y siempre, emergen las víctimas, entre ellas Jesús. Una vez muerto en la cruz, los evangelios sinópticos describen un proceso sencillo mediante el cual Jesús es sepultado por otros y con ello nos dicen que, al menos, recibió una sepultura digna, es decir, lo que para la mentalidad de época sería un final no desprovisto de toda honra.

Llama la atención el hecho de que, en la escena sobre la sepultura de Jesús, relatada por los cuatro evangelios, hay un cambio manifiesto de roles o papeles protagónicos. Ya no es Jesús el centro, sino otros, o deberíamos decir mejor “Otro”, el ocupa el centro de la escena. Nos referimos a José de Arimatea. Los sinópticos nos describen a este personaje, que emerge de la nada, como hombre rico y discípulo de Jesús (Mt 27,28), miembro respetable del Consejo y que esperaba el Reino de Dios (Mc 15,43); bueno y justo, miembro del Consejo, que no había al consejo y proceder de los demás (Lc 23,50s). De todos estos detalles, obtenemos el cuadro de un personaje que cautiva y sorprende. Y lo hace porque, tal como otros en los evangelios –recodemos a José, el padre de Jesús, Simeón, Ana y otros tantos- irrumpen en la escena sólo una vez, tal vez dos, pero lo hacen de un modo muy significativo.



En nuestro caso concreto, José de Arimatea, es algo así como un discípulo marginal entre los discípulos, no mencionado antes, pero es un verdadero discípulo, uno que, desde su aparente discipulado silente, no claudicó frente a la muerte de Jesús. Más aún, es capaz de correr el posible riesgo de ser acusado de estar asociado con Jesús y presentarse ante Pilato para pedir el cuerpo de Jesús, y sepultarlo. Y, como si fuera poco, sede su propio sepulcro, algo de lo más importante que una persona puede poseer en la sensibilidad antigua, para que Jesús fuese enterrado en él. Una vez cumplida su tarea, marcha y desaparece del relato.

La figura de José de Arimatea me resulta muy sugerente y significativa. Al leer estos días sobre su actuación para escribir este artículo, me venían a la mente los rostros y las acciones de tantas personas que, en esos momentos en que parecería que todo va mal, que todo está perdido; esos momentos en que, ciertamente, parecería que el mal se sale con las suyas, entran en escena y, si bien no hacen que el mal desaparezca –dije que son personas, son acciones y no magos ni actos de magia- sí hacen que la carga sea más ligera, calman el dolor y enjugan la lágrimas. Ciertamente, debemos reconocer que en los actuales momentos de crisis que vivimos, son muchos las personas que, desde un discipulado no tan de vanguardia, ni de misa diaria y sin grandes protagonismos, están haciéndose solidariamente presentes, junto a los crucificados de hoy, aquellos que, ya no sólo se les ha impedido escribir la historia, sino que son víctimas de los que la escriben. Gracias a cada hombre y mujer que, sin importar su condición (creyente, mujer u hombre, rico o no, funcionario, etc.), como José de Arimatea, se esfuerzan en ser solidarios con las víctimas hoy.